Estos días de calor intenso aprovecho para leer parte de todo aquello que quise leer durante el curso. Traje conmigo un artículo de Timothy Mitchell, cuyo título es Carbon democracy. Es un artículo más académico que periodístico que, desde mi punto de vista, trata un tema vital de las relaciones energéticas: la relación entre modelo energético y democracia –aunque, tal vez, sería más adecuado hablar de formas de democracia.
La tesis del artículo, aunque aderezada con otros ingredientes, es que the emergence of the mass politics (…) out of which certain sites and episodes of welfare democracy were achieved, should be understood in relation to coal, the limits of the contemporany democratic politics can be traced in relation to oil. Así, la principal idea del artículo es que a finales del Siglo XIX e inicios del XX, las huelgas y el movimiento obrero fueron efectivos gracias a que el modelo energético basado en el carbón (forma de extracción, almacenamiento, transporte ferroviario y fluvial, uso en la siderurgia….) funcionó a través de una red que interconectaba núcleos –obreros- vitales para la marcha del capitalismo. De hecho, Mitchell relata que, en 1914, la masacre de los mineros de los yacimientos de Ludlow (Colorado, USA) puso en un brete a la familia Rockefeller, propietaria de las citadas minas. La solución de la familia al problema fue contratar a un economista de Harvard, Mackenzie King, quien después de diagnosticar que el sindicalismo is a power which, one excercised would paralyze the nation more effectively than any blocade in time of war, recomendó como “vacuna” la concertación social y, a la postre, abrió la vía, para que el sistema aceptara the forms of welfare democracy and universal suffrage that would weaken working-class mobilization.
A partir de este planteamiento, el autor sostiene que la implantación de un modelo energético basado en el petróleo fue una de las vías para asegurar la desmovilización política-ideológica: la extracción de petróleo requiere menos trabajadores –y en territorios lejanos-; los oleoductos son vulnerables, pero no se paran por una huelga de ferrocarril, no requieren personas en los almacenes….y, además, dio lugar a formas de transporte individual –el de carretera, tanto de personas como de mercancías- frente a los colectivos.
Estos argumentos se suman a algunos a los que yo ya he venido aportando en entradas anteriores, aunque en mi caso -salvo para la entrada dedicada a la marcha de los mineros- mi aproximación a la relación entre energía y democracia ha venido motivada por el grado de centralización o descentralización de las modelos energéticos. En este blog siempre he sostenido que cuanto más descentralizado y cuanto más cercano el lugar de producción del de consumo, más catalizador de democracia será el modelo energético. De ahí, mi constante crítica a los proyectos, basados en energías renovables, como el Desertec y el RoadMap2050, pues este tipo de proyectos acrecienta el poder de monopolio de las eléctricas, permite la exclusión selectiva de los consumidores y crea estructuras de gestión –de poder- jerárquicas, verticales y centralizadas.
Al leer el artículo de Timothy Mitchell no he cambiado de opinión, pero como ya empecé a barruntar a raíz de las recientes huelgas de la minería en España, creo que para valorar la bondad o maldad de un modelo energético también debemos empezar a considerar cuán distanciado –no sólo del lugar de producción al de uso final- está del trabajo humano. Nunca defenderé, pues me parece un disparate, que el mundo del carbón fue mejor, ya que, simplemente, no lo fue. Pero, me empiezo a temer que, bajo el discurso -creo que con cierto fundamentosi hago caso del artículo de George Montbiot del pasado 8 de agosto- de que en el capitalismo actual se dan las condiciones para realizar la transición hacia energía limpia, lo que nos están diciendo es que se dan las condiciones para que la producción de la misma sea aséptica: lo más alejada posible de las personas y de su trabajo.
Mirado desde buena parte de Europa, hoy ya la energía que proviene del petróleo es aséptica en ese sentido: sale del subsuelo, gracias a las perforadoras; nos llega gracias a unos tubos; se refina y produce en unos espacios llenos de chimeneas, pero en los que no vemos personas, y la consumimos gracias a un interruptor que, hoy, gracias a que la técnica avanza que es un barbaridad, se controla a distancia; o la consumimos gracias a un surtidor de gasolina que, gracias a que somos de lo más dóciles que hay, nos la auto-servimos en el coche. Así, tendemos a olvidarnos –si no fuera por los vertidos, el CO2 o las guerras, que no es poco- que la producción de energía se debe al esfuerzo y al sacrificio humano. Este olvido todavía será mayor, cuando la energía nos llegue del Sol del Sahara, a través de sofisticadas tecnologías e infraestructuras que, nos dirán, tendrán dos supuestas virtudes: no contaminarán y casi no necesitarán de nadie para funcionar. Con ello, el capitalismo neoliberal habrá logrado la cuadratura del círculo: que los pudientes tengan acceso a la energía sin que nadie pueda reclamar sus derechos sobre su producción.
En este escrito expreso más mis dudas que mis certezas. Ni en mis peores momentos desearía el regreso a un sistema en el que mi bienestar –si quedara del lado amable de la vida, cosa que cada vez dudo más- dependiera de las ingratas condiciones laborales de la mayoría; sin embargo, desde hace unos meses sí que me ronda por la cabeza la idea de que sin obreros no hay salvación posible. No hay posibilidad de confrontación ideológica y de alternativas. Estos días, en estas lecturas veraniegas que voy haciendo, voy añadiendo algunas piezas a este pensamiento.
Toni Judt, en el libro que sigo leyendo desde la anterior entrada, argumenta que la estabilidad de Europa después de la Segunda Guerra Mundial se debe que Europa occidental se desideologizó, al convertir a los ciudadanos en consumidores. Y, que en ese proceso, la importación del modelo de producción y de consumo, made in USA, fundado en el petróleo, tuvo una importancia cardinal. Más fuerte es en su afirmación –aunque menos justificada- Mitchell, pues a este respecto sin tapujos escribe que as US planners worked to engineer the post-war political order in Europe, they came up with a new mechanism to defeat the coal-miners: to convert Europe’s energy system from one based on coal to one based predominantly on oil.
Tengo que pensarlo más, que darle todavía más vueltas, pero si sigo el razonamiento de Judt y de Mitchell llego a una conclusión. Debemos rebelarnos contra los megaproyectos de supuesta energía limpia, sean éstos solares, eólicos, geotermales o de carbón limpio, porque refuerzan el poder de monopolio de la industria energética; y los hemos de combatir, también, porque en el mundo post Yalta, son una vuelta de tuerca más en la desideologización que iniciamos –al menos en Europa- con el petróleo. En resumen, la mejor de las combinaciones, poder extremo de monopolio y falta de contestación, para el totalitarismo perfecto.
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