Más allá del mundial de fútbol, que nos tiene a todos ocupados, la noticia de la semana es Iraq. Es el avance de los partidarios del Estado Islámico de Iraq y del Levante hacia Bagdad, después de ocupar Mosul y Tikrit. Es la posibilidad de que la Administración Obama considere intervenir de nuevo, para parar el avance y evitar una escisión-división del país en dos. Me perdonarán, pero es vomitivo. Estoy furiosa. Desde el momento cero de la invasión de Iraq, e incluso desde antes, pues bien pudiera ser que esta fuera una de las razones por las que Bush padre en su momento no acabara la tarea, se sabía que esto iba a pasar. Pero o somos tod@s burr@s o nunca hemos visto Laurence de Arabia.
Que conste que soy de las pocas que siempre pensó que el petróleo no era la razón de la belicosidad hacia Iraq. Ahora bien, aunque crea que el petróleo no fue la causa de la invasión de Iraq en 2003, sí que creo que la creación del Estado moderno de Iraq no se puede entender sin el petróleo. Por ello, entrar como se hizo, “como elefante en cacharrería”, y cargarse una estructura de gobierno y poder articulada en torno a un contrato social, cuya base era la distribución de las rentas del petróleo al conjunto de la población, sin crear nada nuevo, sólo podía llevar a la destrucción del estado nacional.
El Iraq contemporáneo tuvo su origen en la desintegración del Imperio Otomano y en el larguísimo proceso que culminó con los Acuerdos de Lausana, en 1923, cuando al establecerse las fronteras de Turquía, quedó fijado lo que el rey Faisal y los británicos ya habían pactado en 1922, que básicamente venía a decir que los británicos asesorarían en prácticamente todo al Rey Faisal, y a cambio él se comprometía a no ceder ni alquilar a ningún Foreign Power, ninguna parte de Iraq. Es decir que se salvaguardaba un Iraq unido, todavía bajo protectorado británico, en el que se unieron tres dispares provincias.
La integración de la provincia de Mosul, que ahora siempre se cita como la de la “patria” de Saddam Hussein, como si esa fuera la razón de lo que allí ocurre, fue una de las más controvertidas. Hasta que no quedó claro que su territorio quedaba dentro del ámbito de las concesiones de la Turkish Petroleum Company (TPC) (antecesora de la Iraq Petroleum Company), y, hasta que no quedó claro que la TPC estaba controlada por los británicos a través de la Anglo Persian Oil Company (antecesora de British Petroleum), ni Iraq ni la Industria Petrolera Internacional quedaron definitivamente establecidas.
La Iraq Petroleum Company se creó en 1929, su domicilio social estaba en Londres, y si exceptuamos las participaciones del “inefable” Calouste Gulbenkian y del gobierno Iraquí, los socios de la corporación fueron los antecesores de la británica British Petroleum, de la francesa Total, de la estadounidense ExxonMobil, así como la ya entonces – y ahora- Royal Dutch Shell. Una vez creado este consorcio, en 1930, los británicos otorgaron a Iraq, al menos sobre papel, la independencia. Así, como ha sido el caso de muchos de los países petroleros de la región –como también de otros del Norte de África- la creación del estado nacional fue pareja a la creación de una compañía petrolera nacional, bajo tutela de un consorcio internacional. Ello, en la segunda mitad de Siglo XX, se transformaría en unas compañías petroleras nacionalizadas, con acuerdos comerciales con los mismos consorcios petroleros internacionales que las habían creado.
Lo importante aquí es entender que, y no sólo para Iraq, en la mayoría de los llamados países –árabes- exportadores de petróleo la creación del estado, el establecimiento de las fronteras y la creación de las compañías petroleras nacionales han ido de la mano. En una primera fase, hasta los años 1960s y 1970s, el pacto era que los consorcios internacionales “pagaran” a unos dirigentes que mantenían cohesionado el territorio (en este sentido la historia de ARAMCO, la compañía saudí, es extremadamente ilustrativa); y, en una segunda, por necesidades de mercado de las economías occidentales, se toleró a los dirigentes distribuidores – rentistas, que crearon un contrato social a través de la distribución de la renta del petróleo a la población. Así, el signo de identidad nacional era ser –directa o indirectamente- receptor de la renta del petróleo. Así se crearon los ciudadanos de los nuevos estados petroleros. Ciudadanos que se consideraban de un mismo país por recibir las rentas del subsuelo del territorio común; y ciudadanos que se modernizaron al convertirse en consumidores –de bienes- occidentales. Por ello, las compañías petroleras nacionales se convirtieron en el principal instrumento de intervención nacional. Es cierto que la otra cara de la moneda ha sido mantener en el poder a perdurables dirigentes autócratas, aunque ha ayudado –y mucho- a mantener bajo el manto de la unidad nacional, territorios y colectivos muy dispares.
Entre las muchos desatinos de los que podemos culpar a los ingenuos, pre-ilustrados, dogmáticos y extremadamente peligrosos neocons en todas sus ramificaciones y a sus ideólogos, los integristas economistas ultra-neoliberales, cabe no haberse dado cuenta, que más allá de la “ineficiente” gestión política del petróleo, las compañías petroleras nacionales en la mayoría de los países árabes de la OPEP, eran la base de la unidad territorial-nacional. Todavía recuerdo el sentido, no la literalidad, de las declaraciones de Paul Bremer en 2003 diciendo que en Iraq democracia y privatización del petróleo iban de la mano. Así, esta visión muy simplista, pero muy en boga en esos años, representada a la perfección por think-tanks, como el Heritage Foundation, ayudaron a desmembrar Iraq, pues despedazaron al instrumento que lo cementaba: su compañía petrolera nacional. Es más, tan grande ha sido el destrozo, que en el impulso se ha expulsado, también, a los históricos consorcios petroleros occidentales que, créanme o no, eran los garantes de la continuidad de este modelo.
Sigo pensando, y todo lo que ha venido ocurriendo lo confirma, que la invasión de Iraq no fue por el petróleo, pues con ella lo que se perdió fue el orden petrolero internacional que se gestó a lo largo del Siglo XX. Éste llevaba implícitas unas fronteras, unos estados y, evidentemente, unas alianzas internacionales. Hoy, todo está roto.
Aunque no me gustara este orden, aunque no me gustara lo que conllevaba, aunque la industria petrolera internacional me parezca “lo peor”, antes de ir cual Rambo por el mundo, creyéndose que las recetas de los economistas son la panacea para el mundo, estaría bien pararse a pensar; caso que no se pudiera, lo de pensar me refiero, al menos podrían ir al cine a ver Laurence de Arabia… Es lo más leve que se me ocurre decir, pues como he dicho al principio, estoy furiosa.