Financiar la transición energética (II). Deslegitimizar al lobby fósil

Cuantas más vueltas le doy, más me convenzo de que el problema de la financiación de la transición no es de cantidad de dinero. Como reiteradamente hemos comentado en este blog, en los llamados países consumidores estamos pagando una factura energética exterior enorme, en España de más del 50% de las importaciones de bienes totales, por un combustible del que los ususarios finales sólo utilizamos, como media, un escaso 30%.

La factura energética exterior (FEE) no es algo abstracto, que un país o un estado paga a otro; es el resultado de la actividad de las empresas petroleras privadas en sus compras al exterior. Así, en España es el petróleo que, por ejemplo, Repsol o Cepsa compran para sus refinerías Petróleo que refinan y comercializan en el interior del país, o exportan como producto derivado. Por tanto, cuando los ciudadanos o las empresas no energéticas pagamos la factura energética, estamos pagando a estas empresas y, además, por un importe superior al de la FEE.

Ramon Sans, del colectivo CMES, acuñó el término de factura energéica ciudadana (FEC) para refererirse a ello. En la elaboración que de este concepto se está haciendo desde este colectivo, Josep Centelles define la FCE como aquella que engloba todo el gasto realizado en un año por personas y empresas de cualquier tipo. Así ásta incluye el gasto realizado en gasolina, gasoil, butano, gas ciudad….y los impuestos incoporados a estos productos. Ramon Sans calculó que la FCE es aproximadamente de 2,5 veces la factura energética exterior. Según sus cálculos, para Catalunya, un 4,2% de su PIB. Así que probablemente en España, como media, destinemos aproximadamente un 4% del PIB al pago del combustible fósil.

Basándome en estos mismos cálculos, estimo que la inversión que necesitáriamos para realizar la transición a un modelo 100% renovable es aproximadamente de un 0,15% de este mismo PIB. Aunque no haya contrastado este cálculo, sí que me creo que lo que deberíamos invertir es infínitamente menor que lo que ahora ya gastamos. Tanto más, si le sumáramos el dinero que los y las accionistas invierten en las empresas energéticas fósiles. Así,  por ejemplo, el capital social de una empresa como Repsol es de casi 1.375 millones de €. Así, ninguna duda, el dinero para pagar la transición energética existe.

Por ello, el problema de cómo financiar la transición se traduce en elaborar una estrategia para reorientar parte de este dinero al objetivo de la transición energética y en establecer, también, qué haremos con el más del 3% del PIB que ahorremos.

Sobre el papel, esta estrategia es muy sencilla, pero la realidad es que esta transición se debería desarrollar en sociedades en las que:

  1. Quién gestiona el dinero de la energía son en primera instancia -exceptuándo la parte de impuestos- los monopolios energéticos privados, que gozan de un poder inmenso y serán los perdedores del cambio de sistema energético.
  2. Ideológicamente hemos desprestigiado tanto lo colectivo, lo público y la política, que poca gente estará dispuesta a financiar, colectivamente, la transición energética mediante impuestos, tributos, cánones o cierto tipo de bonos: A la vez que somos una sociedad que nos hemos creído la magia del mercado y hemos renunciado a la planificación energética a largo plazo.
  3. Vivimos en la «rapidación»; en el mundo de los beneficios y de los dividendos empresariales a corto plazo. Ello fomenta –como veíamos en la entrada anterior de esta serie– huídas hacia adelante de las empresas -avaladas por sus accionistas, no hay que olvidar-, para exprimir al máximo lo que ya se tiene, con el fin de «devolver» con beneficios el dinero que personas, fondos o bancos invierten o prestan a las empresas.

Estas tres cuestiones llevan a tres preguntas, que si respondiéramos adecuadamente nos abrirían el camino hacia la transición. La primera es ¿cómo podemos hacer para acabar con el poder de los lobbies de la energía fósil?; la segunda es ¿Cómo reinventamos el sector y redefinimos el espacio público energético?; y la tercera, ¿Cómo generalizamos las formas de financiación éticas y no cortoplacistas?

Responderemos aquí, a la primera; a las dos siguientes en la tercera entrega de esta serie sobre financiación.

A día de hoy, la respuesta a la primera pregunta es la más fácil de responder, aunque sea difícil de lograr. Naomi Klein en su libro Esto lo cambia todo que, como ya dije, es uno de los que inspira esta serie de entradas veraniegas, dice claramente que ese es el objetivo de la campaña de desinversión. Se trata de iniciar un proceso de desligitimación, cuya meta final es situar el estatus de las compañías petroleras en el mismo nivel que el de las empresas tabacaleras. Desde mi punto de vista, esta es la «buena» razón para apoyar una campaña de este tipo, además de, como ya dije, la de evitar una «burbuja fósil», alimentada por las inversiones en un recurso en extinción.

Creo que si esta deslegitimación triunfa, deberemos iniciar el siguiente paso; el de la desubvención, ya que según alguién tan poco dudoso de pertenecer al «mundo petrolero», como el economista jefe Faith Birol de la Agencia Internacional de la Energía, las subvenciones a los combustibles fósiles fueron de 550.000 millones de dólares en 2013 –más del cuádruple de las subvenciones a las energías renovables.

Apoyo la desubvención por tres razones. La primera, por el efecto que ello tendría sobre las cuentas y los precios finales de las empresas petroleras. Tal vez así los usuarios finales se convencieran de que hay opciones más baratas que el combustible fosil. La segunda, por la liberación de recursos públicos que ello representa (aproximadamente la mitad del PIB español). Y, la tercera, porque aunque coincido con todos aquellos que dicen que lo más justo es aplicar el principio de «quién contamina paga» para que las petroleras financien parte de la transición, tengo mis dudas de que lo logremos. Por tanto, por ahora, hasta que éstas no estén suficientemente debilitadas, como para conseguir este objetivo, me conformo con que dejemos de pagarles a ellas. Así que ya podemos empezar a presionar a nuestros gobiernos para que acaben con estas partidas. Por una vez, contribuiría de buen grado, al «adelgazamiento» del sector público.

Sinceramente, en el mundo de hoy, creo que sólo «cerrarles el grifo» puede tener algún efecto. Hasta que no debilitemos su poder, no reinventemos el sector público -o la política energética- y no generalicemos las formas alternativas de financiación, visto su actual poder, cualquier otro intento bienintencionado y conciliador como fijar una imposición más elevada a su actividad, legislar que parte de sus beneficios se reinverta en renovables o pedirles que lo que actualmente destinen a compra de combustible lo «den» al Estado a cambio de un suministro en renovables, será inútil.

Esta estrategia, llamémosle financiera, de deslegitimación hunde sus raíces en argumentos morales. Estos argumentos causan los conflictos en la Blockadia de Naomi Klein –una zona transnacional e itinerante de conflicto que está aflorando con frecuencia e intensidad crecientes allí donde se instalan proyectos extractivos- y están en el contenido de la Encíclica laudato si´ del Papa Francisco. De hecho, leyéndo paralelamente ambos textos, llama la atención que dos personas de procendencias tan distintas -una perdiodista y activista ambiental y, la otra, el Papa- contemporáneamente publiquen un texto con un discurso con argumentos similares y cuyo objetivo, es el mismo: la necesidad de una nueva ética para evitar la catástrofe climática, que será, como reza el subtítulo de este blog, una nueva ética energética. Así, ambos libros son base de argumentos para la deslegitimación de las prácticas inmorales del lobby energético, pero sinceramente, como creo yo que éste se encuentra más allá del bien y del mal, la desinversión y la desubvención me parecen instrumento ideal para doblegarlo.

Financiar la transición energética (I)

Llevo tiempo pensando que el cómo, el procedimiento, para financiar la transición energética será la clave de su éxito.

Creo que hoy en día, salvo los integristas, ultra liberales y negacionistas, poca gente discute la necesidad de transitar de una forma de producir energía intensiva en emisiones causantes del efecto invernadero a una que no lo sea; como creo que también hay consenso –se acepte públicamente o no- en que ya existe la tecnología para que esta transición sea posible ¿En qué, pues, no hay acuerdo? En si esta transición se puede efectuar dentro del paradigma –capitalista- actual o tendremos que cambiar nuestra visión del mundo.

El libro de Naomi Klein, Esto lo cambia todo. El capitalismo contra el clima, nos da la respuesta a ello: la transición energética o será sistémica o no será. Parecida es, aunque ésta sea un tipo de argumentación con la que me siento mucho menos familiarizada, la conclusión de la ultra publicitada carta encíclica del Papa Francisco, Laudato si. Recomiendo la lectura de ambas, pero de cara a Septiembre, no ahora, padeciendo esta canícula agobiante, pues con su lectura simultánea la zozobra te acaba venciendo. Aunque les diga esto, este verano, para reactivar a nuevas cartografías de la energía, querría hacer una serie de entradas inspiradas en la lectura de ambos textos, entradas en la tríada cambio climático – transición energética – financiación.

El objetivo de esta serie veraniega es doble. Por una parte, pretendo dar argumentos que refuercen la idea de que, debido a la forma de financiación de la industria energética, el seguir contaminando y extrayendo fuentes fósiles del suelo y el subsuelo no es una opción para ésta, sino, como dice Naomi Klein, un imperativo estructural. Y, por otra, contribuir al debate con lo que es su corolario: sólo modificando las formas de financiación de las actividades e infraestructuras relacionadas con la generación, distribución y uso final de la energía, la transición energética será posible.

En entradas anteriores ya he ido introduciendo algunos aspectos de este debate. En concreto, si no recuerdo mal, he explicado lo siguiente:

  • Que uno de los problemas económicos y financieros de la transición energética es que a las fuentes primarias dominantes (carbón, petróleo, gas y uranio), a partir de las que generamos energía útil, empleada en nuestras casas, transportes o fábricas, se les otorga un valor de cambio. Éste se refleja en el precio, que es independiente de la cantidad de energía final utilizable que se produzca con ellas. Dicho de forma fácil, aunque el precio del barril de petróleo suba o baje, la energía final útil que se genera a partir del mismo es igual.
  • La razón por la que ello ocurre es porque las fuentes fósiles y el uranio son una mercancía apropiable, que se compra y se vende en mercados sin relación inmediata y directa con la energía útil final. Es claro que ello no ocurriría con el sol o el aire, pues no son apropiables y generan directa e inmediatamente electricidad aprovechable.
  • Históricamente el grueso de los beneficios de las empresas de la industria energética internacional son el resultado de la renta “minera” que se genera en el segmento aguas arriba, es decir en el de la extracción y venta de petróleo crudo, gas natural o carbón (el uranio presenta algunas particularidades). De ahí, que en la lógica de estas empresas, las actividades relacionadas con la obtención y venta de derivados son secundarias, aunque formen parte de su estrategia de supervivencia monopolística. Por ejemplo, British Petroleum, sólo consideró seriamente el refino en el Reino Unido, como resultado de la nacionalización de sus activos en Irán.
  • Como es lógico, el interés de la industria energética internacional, especialmente el de sus grandes compañías históricas (públicas, estatales y privadas), es mantener el negocio. En las circunstancias que acabamos de resumir, ello implica a tener cada vez más y mayor acceso a las reservas fósiles y/o que estas tengan el mayor precio posible. Como también explicamos, ello es lo que se logra con el poder del monopolio y con la construcción del discurso de la escasez.

Hay una última cuestión, que también planteamos al hablar de la burbuja financiera del fenómeno del fracking, pero que, en este blog, todavía no habíamos acabado de enlazar con los cuatro puntos anteriores: la necesaria huida hacia delante de la industria fósil.

Ello, lo expone de forma muy clara Naomi Klein en el cuarto capítulo de su libro, titulado (¡me encanta!), Planificar y prohibir. Palmetazo a la mano invisible.

Lo que nos cuenta esta activista ambiental es que las inversiones asociadas a la exploración, desarrollo y extracción de energía fósiles son tan costosas, que no se recuperaran nunca, salvo que se pueda seguir extrayendo combustible fósil durante décadas. Si ello no ocurriera así, las empresas del sector deberían anotar en sus balances un gran volumen de activos inmovilizados. De ahí, que en los mercados bursátiles, bajaría el precio de las acciones, y los accionistas (individuales, fondos de pensiones, fondos de inversión….) perderían la confianza en que estas empresas les seguirán aportando rentabilidades crecientes año tras año. Por ello, como escribe Klein, para que el valor de estas compañías permanezca estable o crezca, las empresas petroleras o gasistas deben estar siempre en disposición de demostrar a sus accionistas que cuentan con reservas de carbono frescas para explotar cuando se agoten las que están extrayendo actualmente.

De ahí, la idea de imperativo estructural ya apuntada, pues, es evidente que ninguna empresa capitalista –en este caso del tipo que fuere- renunciará voluntariamente a su principal fuente de beneficios; extraer energía fósil, en este caso. El quid de la cuestión aquí es que esta fuente de beneficios es finita –y además, en los últimos años se ha tenido que repartir con los nuevos llegados a la industria.

Imagínese usted que es un/a inversor/a o un pensionista que quiere comprar unas acciones para asegurarse una rentabilidad constante o creciente futura; ¿invertiría en una empresa cuya base del negocio es un recurso en extinción? La respuesta es, obviamente, no. Por esta razón, las empresas petroleras y gasistas, que son de las más poderosas del mundo, se ven abocadas a una huida hacia adelante, que tiene como objetivos, contradictorios y simultáneos, el convencer a los accionistas que el petróleo y el gas no se acaban (véase fracking y todas las formas de extracción de petróleo y gas no convencional), para que siga fluyendo hacia ellas el dinero de los inversores; mientras se azuza el discurso de la escasez, para que el precio del crudo y el gas aumente, asegurándoles así pingües dividendos.

Las consecuencias ambientales, sociales y políticas de esta huida hacia delante son bien conocidas, pero a pesar de ello se refuerza la hipertrofia fósil de la industria energética. Industria, que obligada por los compromisos con sus accionistas, no puede permitirse ninguna estrategia que no sea la del máximo beneficio en el corto plazo. Por lo tanto, este es el primer vínculo que se ha de romper.

Desde este punto de vista la proliferación de las campañas de desinversión en energía fósil, como las que iniciaron varias universidades anglosajonas y han seguido otros como el The Guardian, son extremadamente valiosas. Desgraciadamente, el sistema es tan perverso, que si estas campañas prosperan, la industria fósil acudirá a buscar la financiación de otros inversores todavía más codiciosos, inmorales, cortoplacistas y especulativos, que los anteriores. Por ello, afirmo que no hay otra salida que la de modificar cómo y con qué criterios financiamos al sector energético. Lo hablaremos en la próxima entrada.

Siguiendo con la parrilla ética de la transición energética

De alguna manera, como siempre he ido esbozando en este blog, y el subtítulo del mismo así lo atestigua, la transición energética es y ha de ser una transición política. De ahí, la necesidad de la ética de la transición.

En nuevas cartografías de la energía, creo que desde el inicio, dejamos claro que pasar a producir energía a partir de fuentes renovables, en sí mismo, no significaría la transición; significaría un cambio de fuentes energéticas -de energía fósil y nuclear a renovables-, pero no un cambio en el modelo energético, que es algo mucho más amplio y complejo. Dicho de otro modo, si los actuales monopolios energéticos, especialmente los eléctricos, controlaran mega instalaciones eólicas y solares, conectaran «sus» cables a ellos y nos vendieran, en sus condiciones, la electricidad; todo seguiría igual. Máxime si nos limitamos a hacer adaptaciones, sin crear cosas distintas. Por ejemplo, algo como cambiar el coche de motor de combustión por uno eléctrico.

En este caso, los tres cambios relevantes serían: a) la pérdida de relevancia de los territorios de los llamados países productores y, con ello, un cambio fundamental en la geopolítica del petróleo y en la definición de los espacios geo-energéticos mundiales; b) el traspaso de parte del poder de la industria petrolera internacional a la industria eléctrica o energética no fósil; y, c) la reducción sustancial de la factura energética exterior, que como ya es bien sabido en España significa en torno, en función de la evolución de los precios del crudo, unos 50.000 millones de € al año. Factura que para los ciudadanos, según calcula Ramon Sans del colectivo CMES, se traduce en unos 125.000 millones de € al año.

Fuente: ECF, Roadmap2050

Fuente: ECF, Roadmap2050

Para algún@s, estos cambios ya supondrían una gran variación. Como decía un alumno mío, y que me perdone por utilizarlo aquí, «un cambio de este tipo, ya sería un óptimo de Pareto», pues la situación mejoraría, sin que nadie empeorara. Cierto, mejoraría a nivel climático, podría servir para la definición de nuevos espacios políticos, de nuevas territorialidades, e implicaría un gran ahorro en el pago de las fuentes energéticas.

Sin embargo, un cambio de este tipo, no alteraría para nada la esencia ni la estructura ni de las relaciones de poder actuales. Por ejemplo, si se produjera un cambio de este tipo, los municipios no verían alterado ninguna de sus actuales (no) competencias en política energética. Los pueblos y ciudades se conectarían a una red centralizada y externa, equivalente a la actual, por la que en vez de energía sucia fluiría energía «limpia».

Por ello, ahora que se acercan las elecciones municipales, mi consejo para aquellos partidos y formaciones que acuden a las elecciones con la voluntad de ser políticamente correctos, pero deseando que «todo siga igual», es que que apoyen una opción de este tipo. Esta es la opción fácil, pues no hay que hacer nada, sólo dejar que las eléctricas dirijan la transición.

Para las otras formaciones y partidos, aquellos que realmente quieren el cambio, la cuestión es mucho más difícil, pues es un largo proceso profundamente político.La política de la transición energética se inicia en el mismo momento en el que se ha de decidir qué modelo de renovables se quiere: uno centralizado como el que he esbozado o uno distribuido de autogeneración local, todavía por definir (piénsese que esta es una elección que con la energía fósil ni se tuvo ni se pudo hacer, pues las fuentes fósiles tienen localizaciones específicas, mientras las renovables son universales y distribuidas). Esto es lo primero y esencial que se debería plantear cualquiera que en su programa «llevara» el cambio energético. Es la decisión previa.

Como se ha dicho, si se opta por un modelo centralizado, ya no queda nada más que hacer, pero si la opción es la contraria, se abre un largo camino, pues la transición es un proceso; un camino con fecha de caducidad, pero largo, y en el cual se ha de mantener la estabilidad y la seguridad del suministro.

Para este camino, me atrevo a esbozar una pequeña hoja de ruta y una parrilla ética.

1) La meta es un modelo descentralizado, distribuido, 100% renovable, por ello cualquier medida de normativa municipal, inversión en la red… que se adopte ha de ir en esa dirección. Por ejemplo, si se hiciera una normativa de terrados, aunque no se instale nada en ellos, ya deberíamos prever que en el futuro lo haremos.

2) Si el el medio plazo se tuviera que optar por una tecnología de transición, opción híbrida o medida concreta, siempre se debería optar por aquella que no hipoteque ni materialmente ni financieramente, ni retrase, la opción de las renovables.

Pongo ejemplos de dos tipos. El primero, si se tuviera que hacer una nueva planta de generación y todavía no dispusieramos de una opción 100% renovable, mejor una de cogeneración de gas, a la que después se podría cambiar el gas por el hidrógeno que algún tipo de instalación que no podamos «reciclar».  El segundo, polémico y de gran actualidad, si se han de adoptar medidas para combatir la pobreza energética, no apostar por el bono social, que sólo es pagar -¿con nuestros impuestos?- a las empresas del viejo sistema para que sigan haciendo lo mismo; y apostar por financiar autogeneración doméstica renovable para todas aquellas familias que lo necesiten: será más barato, será renovable, se autofinanciará en poco tiempo y tendrá un potente efecto demostración.

3) Por las fuertes resistencias que vendrán del «mundo fósil» y porqué la involución es muy probable, la transición energética ha de ser necesariamente un proceso consensuado, participativo y de cooperación ciudadana. Caso contrario está condenado al fracaso.

Evidentemente, todavía hay muchas cuestiones para analizar, entre las cuales, la no menor de la financiación, pero me parece que esta idea de proceso es esencial. De hecho, el CMES, colectivo al que pertenezco, trabaja en esta línea: en pensar la transición en etapas.

Por ahora, como ya apunté en una entrada anterior, en la que criticaba los rickshaws turísticos que invaden mi barrio, mi preferencia para esta transición es que sea moralmente aceptable y recoja lo mejor de ambos mundos (del fósil y del renovable). Para pensar en ello, he elaborado una pequeña parrilla que nos sirva de brújula en el proceso.

Sin títuloSería bueno, que cualquier opción se pasara por este tamiz. Así, pasando por esta parrilla cualquier megaproyecto de renovables, no pasa la «prueba del algodón», pues al menos favorece la concentración de poder, la mercantilización del suministro del sol o del aire y la exclusión (o la creación de pobres energéticos). En el otro extremo, el rickshaw tampoco pasa la prueba, pues un congénere es mi fuente de energía e implica trabajo (energético) humano. Entre ambas cosas, tendremos que encontrar el camino de la transición.

Navegación y contaminación más que centenaria

Esta entrada, aunque pudiera no parecerlo, incide muy directamente en dos aspectos de mi vida. Tiene que ver con el lugar físico en el que vivo, el Puerto de Barcelona; y enlaza con las inquietudes energéticas que ocupan mi espacio mental desde hace aproximadamente un año, la transición energética al petróleo que tuvo lugar en el Cáucaso a finales del Siglo XIX.

En los últimos días han aparecido diversas noticias que cuentan que otra de las patas del desastroso modelo turístico de Barcelona, tampoco es sostenible. Esta vez, no por la ocupación vandálica del espacio público de la ciudad, si no por los sorprendentes niveles de contaminación atmosférica de los cruceros, muchos de lujo, que llegan al Puerto de Barcelona. Parece que los grandes cruceros que llegan al puerto de Barcelona contaminan el aire hasta 400 kilómetros más allá de la ciudad condal. Antes de que la noticia apareciera en los medios, un amigo ingeniero del colectivo CMES, me lo había comentado.

Por pura casualidad, la difusión de esta noticia ha coincidido con la lectura de un libro, que encuentro ameno, inteligente e interesante, titulado noventa por ciento de todo, cuya autora es Rose George, y que ha publicado el atractivo sello Capitan Swing. Este 90% de todo, del que nos habla el libro es el transporte marítimo de cualquier tipo de mercancía. Todo lo que se quieran imaginar y más: lícito o ilícito, moral o inmoral, útil o superfluo. En fin…todo. El libro da mucho qué pensar, y, francamente, es una alegoría al comercio de proximidad y a las formas de producción descentralizadas y de cadena corta. Pero, más allá de ello, en su quinto capítulo, cuenta cosas sorprendentes, entre ellas que un buque gigante puede emitir tanta contaminación a la atmósfera como una planta de energía eléctrica a base de carbón; o que los barcos más grandes podían emitir tanto como 760 millones de coches; o que si sumamos la navegación a la lista de los países contaminantes, esta ocupa la sexta posición (p.111). La razón de ello es doble. En primer lugar por que estos gigantes del mar se alimentan de energía fósil. Es tanto el crudo pesado al día que emplean, que muchos deciden navegar a una velocidad menor (14 nudos) que la de un tea clipper (17 nudos) que surcaba los mares a mediados del Siglo XIX. Ello, para ahorrar en combustible. Pero, en segundo lugar, su capacidad de contaminación es tan grande, debido a que el combustible pesado que emplean es el menos elaborado y costoso posible: es el llamado combustible búnker o residual. En pleno Siglo XXI, este combustible se considera basto, porquería y a sólo un escalafón por encima del asfalto; y al quemarlo, libera a la atmósfera gases y hollín, incluído dióxido de carbono, óxido de nitrógeno, monóxido de carbono, compuestos orgánicos volátiles, dióxido de azufre, carbón negro y partículas de materia orgánica (p.111).

Desde un punto de vista ambiental esta información es inquietante. Para mi, además, es chocante, pues mi maravillosa vista al mar, que pensaba tan sana, equivale a vivir al lado de varias centrales térmicas de carbón. Sin embargo, mientras lo leía no podía levantar la vista del libro de la emoción, pues lo que Rose George cuenta es que las modernas flotas del Siglo XXI, emplean el mismo combustible que el de las primeras flotas del Mar Negro y el Volga de la Rusia zarista; sólo que entonces el combustible búnker tenía nombres más evocadores como mazout (que sigue siendo su nombre en francés) o astaki (en ruso).

En los últimos 1870s, Ludwig Nobel adaptó el motor diesel al motor a propulsión de los barcos, y en poco tiempo el mazout se convirtió en el principal combustible en el sur de Rusia, being (…) used instead of coal by more than 250 tank and passengers steamers on the Volga and Caspian, several locomotives, and over 1000 stationary engines. De hecho, en Rusia, en el XIX, y antes que en ningún otro lugar del mundo -mucho antes de la Primera Guerra Mundial, como se puede inferir de la lectura del libro de Robert W. Tolf, The Russian Rockefellers: The Saga of the Nobel Family and the Russian Oil Industry- se había realizado la transición al petróleo, como combustible para el transporte, al tiempo que se había creado un bloque tecnológico, una red de infraestructuras, una industria energética, una forma de comerciar y de hacer la guerra, así como un marco institucional (develpment block), cuyo centro era una industria articulada en torno al mazout como combustible. Industria que, por otra parte, en los convulsos años que fueron desde 1914 hasta los primeros 1920s, desapareció incluso de los libros.

En mi más completa ignorancia, todo este año he pensado que el mazout era un producto del pasado. Un anticuado combustible de cuando la industria petrolera rusa, por unos años (desde 1870 hasta el final de la PGM), fue la más moderna y evolucionada del mundo.

Estos días, al leer el libro de Rose George, intelectualmente, me he sentido muy gratificada, pues leer que el combustible que hoy en día se sigue usando para transportar el noventa por ciento de todo es del mismo tipo -y con el mismo uso- del que emplearon los zares en sus flotas, es un argumento más, para apoyar la hipótesis de que lo que en el Siglo XX se conoció como la industria petrolera internacional, nació en el XIX, en torno al Mar Negro y el Cáucaso. Pero, por otra, esta misma lectura, en clave de una ciudadana, que cree en el progreso, es deprimente. Pues, ello es al petróleo y al transporte marítimo, lo que el otro día un amigo me decía sobre la energía nuclear: «visitas una central nuclear, para darte cuenta de que al otro lado del reactor, lo que hay es una turbina, igual que las otras».

Una vez más, he vuelto a tener esa sensación. La sensación de que las «grandes» innovaciones de la industria energética a lo largo del Siglo XX, no se han dirigido a mejorar las formas de producir y emplear las energías secundarias (electricidad o combustible), pues sobre esto sólo han producido pequeñas variaciones. Las «grandes» innovaciones se han dirigido a aumentar el poder del monopolio, a centralizar más las formas de producción y generación de energía y a asegurarse el control de quién y en qué condiciones tiene acceso a la red de distribución. Este, es el gran sesgo tecnológico de la industria energética internacional, el que hace que cuando existen dos tecnologías alternativas, siempre se acabe optando por la que agranda y da más poder al monopolio.

Este sesgo, y las relaciones de poder que en él subyacen, son los culpables de que hoy los barcos, que lo mueven todo, también contribuyan al tráfico de contaminación.

Me ha dejado anonadada descubrir que esas modernas moles que hoy surcan nuestros mares, y atracan en nuestros puertos, se muevan con lo mismo que la flota de los zares y a una velocidad equivalente a los clippers coloniales ¡Sí, señoras y señores, esta es la idea de progreso en el capitalismo del Siglo XXI: un contenido propio de las primeros años de la industrialización en un continente propio de Silicon Valley! Así va el mundo….

El shale gas no es un game-changer o la supervivencia de los herrumbrosos

Cuando era pequeña y leía alguna novela en la que alguno de sus personajes deseaba una guerra para poder vender algún tipo de suministro al ejército o beneficiare económicamente de la escasez de algún bien, no lo entendía. Para mi, algo tan terrible como un conflicto bélico no podía traer nada «bueno» a nadie. Con el tiempo, me di cuenta que existen muchas actividades moralmente reprobables que no cesan, pues la codicia humana y el miedo a perder el poder y los privilegios adquiridos no tienen límites. Esto viene a cuento por una noticia titulada Boom in Energy Spurs Industry in the Rust BeltEl cinturón herrumbroso del que ésta habla son las localidades de Youngstown y Canton, ubicadas en el este del estado de Ohio. Cuenta el artículo que en estas ciudades, después de unas cuatro décadas de desinversión, la actividad económica is being reshaped. El milagro se debe, según Katy George, responsable de la global manufacturing practice de McKinsey & Company, a la nueva producción de energía o a la aparición de un “real game-changer in terms of the U.S. economy».

Esta nueva producción es la de  los yacimientos de petróleo y gas no convencional del este de Ohio, frontera con la macro bolsa del Marcellus Basin y lugar del Utica. El Utica es una apéndice del gigante Marcellus, situado en la Cordillera de los Apalaches.

Fuente: USGS

Fuente: USGS

Según los últimos datos disponibles, de Utica se han extrajeron 1.400 mcf por día. En relación a hace tan sólo un par de años, el crecimiento es notable, pues entonces, en vez de 1.400 mcf al día, se extraían unos míseros 200. Dicho esto, si se compara esta cifra con la del gigante Marcellus, ésta no representa ni un escaso 10%. Sin embargo, lo preocupante no es la diferencia de volumen con el Marcellus; lo preocupante es lo que comparten: formar parte de un supuesto game-changer, que es más de lo mismo, pues como ya explicamos, no hay nada genuinamente nuevo en el shale gas y petróleo, salvo una forma más agresiva de extracción, con niveles de extinción mucho mayores y rápidos. Según la USGS, para extraer el gas de Utica, se deberán perforar más de 100.000 pozos (entre sweet spots y adicionales), con niveles de recuperación in situ de la producción similares a los del resto de Estados Unidos: bajo ningún concepto superiores al 25%.

Ante ello, cabe decir que el milagro del cinturón herrumbroso de Ohio es el prodigio del cuchareteo. Es más, según el ya citado informe  de McKinsey, the production of shale gas and so-called tight oil from shale could help create up to 1.7 million jobs nationally. Many of those jobs are expected to end up in places like this, in part because they are close to newly developed fields like the nearby Utica shale formation. Aunque, leyendo la noticia, una se de cuenta que estos trabajos son el resultado de un fantasmagórico resurgir del sector manufacturero tradicional o el efecto directo de la construcción de infraestructuras energéticas en la región. Viendo las fotos del artículo del NYT, se tiene la sensación que Youngstown y Canton son un mini Detroit resucitado, donde, por arte de magia, de las ruinas de las factorías Ford de River Rouge resurgirán miles de Thunderbirds.

Es decir, y sé que me repito, el game-changer es encontrar la forma de seguir haciendo lo mismo que antes. Naomi Klein en una muy personal reflexión sobre el cambio climático, da pistas sobre el porqué de este perverso empecinamiento. En sus propias palabras, con la crisis the billionaires who were going to invent a new form of enlightened capitalism […] decided, on second thoughts, that the old one was just too profitable to surrender. Que nadie se lleve a engaño, ese millón setecientos mil puestos de trabajo es la mínima cifra que algunos grupos de poder necesitan pagar para que todo siga igual. Cuando leo ese tipo de informes siempre me pregunto lo mismo, ¿por qué no cuentan cuántos puestos de trabajo se crearían si se hiciera algo distinto?

Los second thoughts son game-changer, ya que estamos asistiendo al destape de aquellos que se invistieron en políticamente correctos, pero que cambiaron. Como bien apunta Klein, fue iluso pensar que el capitalismo podía salvar al mundo de la crisis, que él mismo había creado. Y, ahora […] we are stuck, because the actions that would give us the best chance of averting catastrophe – and benefit the vast majority – are threatening to an elite minority with a stranglehold over our economy, political process and media.

Lo he dicho otras veces, pero todo esto me recuerda la actuación del lobby colonial en Marsella, que hasta la misma fecha de la independencia de Argelia (1962), sostuvo que la pérdida de esta colonia sería la ruina para Francia. Los datos, sin embargo, muestran que la principales exportaciones hacia la colonia eran jabón [de Marsella, claro], alimentos básicos y vestidos. Todo perteneciente a un modelo manufacturero que después de la Segunda Guerra Mundial estaba más que obsoleto. Era absurdo, pero el poder de este lobby azuzó graves crisis de gobierno en Francia, una tremenda y fratricida guerra de siete años en Argelia, la masacre de muchos argelinos en París y el intento de asesinato del General de Gaulle. Todo ello, para seguir vendiendo jabón y por mantener el lugar privilegiado que esta actividad les proporcionó antaño.

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Cada vez que leo noticias como la del resurgir de Ohio, pienso en el jabón de Marsella. A día de hoy, ni Argelia ni Francia se han recuperado realmente de esta «aventura» colonial. Leyendo el artículo sobre el nuevo libro de Naomi Klein, me he preguntado eso, ¿si alguna vez la humanidad será capaz de recuperase del second thought de la elite capitalista?

En función del momento del día, tengo respuestas de distinto signo a esta pregunta. Pero, fuere lo que fuere, debemos dejar de creernos noticias como la que inspiran esta entrada. Ni el jabón de Marsella salvó a la economía francesa, ni el resurgir de Ohio nos salvará de la crisis actual. Al igual que la vida no es un vídeo juego, los que temen perder su riqueza y poder nunca propiciarían un game-changer. No nos lo creamos, la realidad se parece más al Gatopardo, que a los milagros que cuentan los analistas de McKInsey: cuando el 1% se siente amenazdo se convierte a lo políticamente correcto, pero cuando las circunstancias cambian, se lo repensan. Esta, y no otra, ha de ser la gran enseñanza de la crisis.

Tránsito de petróleo y fronteras mentales o sobre el Keystone XL

El pasado viernes 31 de enero, The New York Times, en una de sus noticias de portada, informaba sobre la probable posibilidad de que la Administración Obama acabe aprobando el proyecto del megaoleducto Keystone XL, que ha de transportar el petróleo bituminoso de Canadá hasta los Estados Unidos de América. En el mapa adjunto pueden ver su recorrido.

Fuente: Transcanada

Fuente: Transcanada

Según los datos oficiales, el petróleo canadiense circulará poco menos de 2.000 kilómetros, hasta el Océano Atlántico, y el coste previsto del Keystone XL es de 5.300 millones de $USA. Dejo a su apreciación si este coste es «excesivo» o no, pero personalmente, una vez más creo que nos hallamos frente a otra prueba de que el coste no es el determinante a la hora de escoger entre distintas opciones energéticas. De hecho, en la misma página donde encontramos los datos, esta idea se confirma. Pues en ella se puede leer que este oleoducto es a critical infrastructure project for the energy security of the United States and for strengthening the American economy. Es decir, la primera razón para abogar por el Keystone XL es la seguridad y, sólo después se habla de razones económicas; aunque esta referencia a la economía americana, tenga otras lecturas, más allá de los costes.

Este nuevo informe que podría hacer cambiar de opinión al Presidente Obama, llega después de unos cinco años de fuerte oposición al proyecto. Lo asombroso de las conclusiones de esta última evaluación, según cita el NYT, es que el oleoducto no empeorará sustancialmente las emisones de CO2, ya que  if it were not built, carbon-heavy oil would still be extracted at the same rate from pristine Alberta forest and transported to refineries by rail instead. Por lo tanto, como ya damos por hecho que el petróleo se extraerá y comercializará de una manera u otra, mejor gastarnos 5,3 mil millobes de dólares en facilitar la tarea.

La lógica de este razonamiento es aplastante: si medimos el impacto ambiental en términos de CO2 y si lo que aumenta las emisiones de CO2 es el quemar el petróleo, cosa que se hará de todas maneras, construir, o no, el oleoducto no altera significativamente este nivel de emisiones, por tanto no tiene impacto ambiental. Siendo yo una persona amante de la lógica, en este caso el razonamiento no me convence.

Primero, porque si construir, o no, no altera sustancialmente la situación, también cabe la posibilidad de no hacerlo. Dicho esto, en mi opinión, lo más grave tiene que ver con otras cuestiones.

Hoy estaba leyendo un artículo de Laura Nader del año 1981, titulado Barriers to Thinking New About Energy. La profesora Nader es una antropologa de la Universidad de Berkeley (California), que en los 1970s participó como experta en el Committee on Nuclear and Alternative Energy Sistems, impusado por el Departamento de Energía (DOE) de Estados Unidos. En este artículo relata su estupor como antropologa en el seno de estas reuniones, en las que según ella te puedes expresar libremente, siempre y cuando te mantengas dentro del ámbito del pensamiento compartido. Para que me entiendan, ella cita una frase de uno de los asistentes que venía a decir que como «esto» (construir un determinado tipo de reactores) es lo que vamos a hacer, hemos traído aquí dos expertos para que discutan la cuestión…»

Ante ello, Laura Nader niega la mayor: ¿Por qué ya es un hecho que «esto» se va a hacer? ¿Por qué nadie se lo cuestiona?. La respuesta a esta pregunta está implicita en el título de su artículo: el «esto» se da como un hecho y no se cuestiona porque el pensamiento energético tiene barreras, siempre se ubica dentro del territorio de los «expertos» energéticos, que son los que trabajan en y/o para la industria. El paradigma obliga a un pensamiento normal, a el habitual. Siguiendo el hilo de este razonamiento, la profesora acaba diciendo que la dificultad de los tiempos presentes (en los primeros 1980s, después de los dos shocks del petróleo y del accidente nuclear de Three Mile Island) no se debe a la escasez de recursos naturales, sino a la ausencia de nuevas ideas. Así -y esto lo añado yo, aunque está implícito en el texto- la crisis energética vendrá no por la escasez de fuentes fósiles, sino por la escasez de ideas.

Algo así barrunté el pasado viernes, cuando leí la noticia que inspira esta entrada. Pues la tristeza de lo que ésta relata, no es que se vaya a realizar otra nueva mega-infraestructura energética, sino el cómo ello se justifica. Aquí también, el «esto» no se cuestiona, pues en Estados Unidos, y cada vez se tienen más pruebas de ello, la percepción de que su función en el mundo pasa por ser capaz de controlar en propio territorio -o muy amigo, como el de Canadá- los recursos fósiles, al coste y precio que sea. En esa idea coinciden amplios sectores de la sociedad, y por ello, no cabe esparar ninguna nueva propuesta sobre cuestiones energéticas, ni de un Presidente tan supuestamente «moderno» como Obama. Los problemas que esta decisión conlleve no serán debidos a la escasez de petróleo, sino a que se optó por él, por no pensar de forma distinta.

Un aspecto que me ha divertido del texto de Laura Nader es cuando cuenta que le pidió a un filólogo que le acompañara a las reuniones para valorar con precisión lo que allí escuchaba. Quiénes sigan este blog, ya sabrán que esta es otra de mis fijaciones, pero, ya me perdonarán, no puedo evitarlo, cuando leo ciertas cosas.

Según el NYT, Obama basará su decisión en un dato: el de las emisiones de CO2. Piénsenlo una decisión que afectará la vida -el ecosistema- de casi todo el largo de Estados Unidos de América, se define como límpia, porque los «expertos» aportan un número.No quiero frivolizar sobre el efecto ambiental de las emisiones de CO2, pero lo implícito de esta forma de pensar es: a) la única forma -oficial- de valorar la contaminación son las emisiones directas de CO2, y b) el dato emisión de CO2 se acepta como indicador sintético de los efectos -sean los que fueren- de cualquier política energética.

La primera consecuencia de ello es que pasamos a definir como «energía límpia», cualquiera que se considere que no emite directamente CO2. Ese es el stándard de la sostenibilidad. Así vemos como la energía nuclear, la fósil con instrumentos de captura de carbono, o cualquiera de las infraestructuras asociadas a ellas, pasan a ser formas de generar y emplear energía límpias y, por tanto, sostenibles. Un corolario de ello, es que se pasa a valorar las políticas energéticas-ambientales, en función de una cifra -que además, pequeño detalle, vendemos en los mercados de CO2- y no de las complejas relaciones de poder que subyacen detrás de cualquier opción energética. Si se acaba aprobando en Keystone XL, lo de menos será cuanto más o menos CO2 se emitirá, y lo de más, cuántas más personas dependerán para sus necesidades básicas del acceso a una fuente de energía centralizada, cuánto territorio hemos hipotecado, cuánta población se ha desplazado…

Por otra parte, al reducir el impacto de las políticas a una cifra, ya no es necesario dar argumentos ni a favor ni en contra de una u otra política energética, pues la bondad o maldad de la misma se reduce a eso, un simple número. En el límite del mismo, podemos dejar de razonar.

En definitiva, una combinación letal en la que los arteros filólogos del sector definen como límpio lo que no lo es, en la que los taimados expertos convierten en una cifra lo que no quieren o no saben explicar y en la que los mediocres políticos se sienten más cómodos siguiendo el dicatado de un dato que interpretando la voluntad popular.

Ideología (neoliberal) en estado puro

Me dice mi madre, que como se pueden imaginar, es mi mayor seguidora, «hija esta entrada está muy bien, pero no te la va a leer nadie». El nadie no es tal, pues siempre hay alguien al otro lado. Pero cierto es que, cuando lo dice, las estadísticas de visitas son menores. La entrada de hace un par de días fue una de esas, así que voy a probar con otra cosa más actual. Ayer leí una noticia que me dejó helada. Helada, porque parecía banal, pero que leída entre líneas era ideología neoliberal en estado puro. Me recordó una de las frases que más me impactó de la película 12 years a slave, en la que el amo dice, mientras fustiga sin piedad a una mujer, «no cometo ningún pecado, es mi propiedad y con ella puedo hacer lo que quiera». Como, de hecho, hace. Bueno, pues David Cameron, aunque aparentemente con menor violencia, debe pensar lo mismo. Si el shale gas se encuentra debajo de «un solar» de alguien, como éste es de su propiedad, podrá hacer lo que quiera con él. Así, si se fija un precio, el o la propietaria podrán decidir entre «vender» o no -si dejar perforar o no. Eso es lo racional, escoger en función del precio, entre fracking o no fracking en el «jardín de tu propia casa». Digo esto, porque parece que David Cameron, el primer ministro británico, ha tildado de irracionales a los que están en contra del fracking. No sé si irracionales, porque no quieren entrar en ese juego de libre elección o, irracionales, porque no se ha atrevido a llamarles estúpidos. Sea lo que fuere, lo encuentro tremendo, pues el premier británico está llamando irracionales a buena parte de la población del Reino Unido, que, huelga decir, él debería representar y proteger. Al hacer una afirmación de este tipo, se olvida de que él es el representante de todos, de los «irracionales» y de los otros. Da igual, si son muchos o pocos. Desde el momento en que ganas unas elecciones, pasas a ser el gobernante de todos. Por ello, que Cameron haga partidismo en vez de velar por el Interés general, no es de recibo. Pero, todavía me parece más alarmante que su argumento para defender «su» opción sea un descalificativo, dirigido a los que piensan distinto de él. En definitiva, el anatema del contrato social rousseauniano.

Pero, la cosa no acaba aquí. David Cameron, según relata la notica, después de decir estas lindezas abogó para que cada hogar sea compensado individualmente por los inconvenientes que les pudiera causar la extracción de gas cerca de su casa. Es decir, el ministro favorece que cada persona, puede vender «su parcela» al precio que se acorde. Es decir, optar o no, individualmente, por el shale gas, resultado de una decisión individual entre «alquilar» o no. Es decir, dejemos que el mercado decida libremente. Lo que nos lleva a pensar que la política energética del Reino Unido, como sospecho que fue la de inicios del Siglo XX, dependerá fundamentalmente de la necesidad, codicia o principios de cada uno. Y no de lo que sería deseable para todos..

Otra perla del plan que anunció Cameron es que éste prevé que las autoridades locales retengan el 100% de los beneficios que pudieran surgir por la explotación del shale gas y, además, el ministro querría establecer trusts comunitarios para gestión de estos fondos. Es decir, no sé si conscientemente o no, pero el ministro postula por acabar con la equidad territorial y por la privatización de la descentralización: que gestionen los recursos conglomerados financieros, en vez de ayuntamientos y otros gobiernos locales ¿Qué les voy a decir?, pues que ¡tremendo, también! Claro que, si una lo piensa, después de haberse cargado el pacto social y de haber individualizado la política energética, supongo que ya, esto último, debe ser lo de menos.

Hoy, sin embargo, para mi satisfacción, le ha llegado el tirón de orejas de los de su bando:  British Petroleum en su último informe afirma que el shale gas poco contribuirá a la reducción del cambio climático. Sé que esto no es estar en contra del shale gas, pero también creo que muchos de los que se han creído que el gas, mientras no llega Eldorado, es la mejor de las opciones posible, puedan ver tambalear sus creencias. Esto podría ser un batacazo a Cameron y cuadrilla. Me pregunto si, ahora, ¿éste también tildará de irracional a BP?

Viviendo en el determinismo energético

Hay dos ejercicios excelentes que los académicos dejamos de hacer, porque no sólo no nos dan puntos para nuestro currículo, sino que la mayoría de nuestros colegas considera que son los propios de un o una profesora/a de segunda clase: las actividades propias de los tontitos, de los que no somos suficientemente buenos para publicar en las llamadas revistas de excelencia. Estos ejercicios son dar clases en el primer año, cuando los alumnos no están maleados por el dogma, o dar clases en cursos con alumnos provenientes de otras disciplinas, y dar conferencias divulgativas para el público en general. Es verdad que estas actividades no lucen, pero, como más lo pienso, más me convenzo que son una pieza clave del método científico, pues las preguntas de los legos interesados son los que -al menos en el ámbito de las Ciencias Sociales- te ayudan a ver si aquello que cuentas es, o no, absurdo. Es el mejor contraste, si se escucha lo que se te dice, para averiguar si has caído, como diría en gran John Stuart Mill, en la asunción de infalibilidad.

Tengo la suerte de impartir una asignatura sobre relaciones energéticas internacionales en un curso de alumnos con procedencia muy diversa. Ningún dia consigo acabar lo que tenía previsto explicar. Primero, pensé que era por que, yo, me enrollo como una persiana, pero después me di cuenta que el problema era otro: muchas de las cosas que les cuento no las entienden porque, aunque pasen y sean, no tienen sentido. Así que acabo pasando el resto de la clase, buscando la forma de explicar cuestiones que, una vez planteadas, atentan al -buen- sentido común de mis alumnos.

La noticia de la semana es la supuesta riqueza en hidratos de metano frente a las costas de Japón».  Parece, según nos informó el El País, que después del accidente de Fukushima, como Japón que no tiene petróleo, su gobierno está muy interesado en extraer este tipo de gas de «sus» mares.

Fuente: Washington Post

Fuente: Washington Post

Confirma esta idea el artículo del Washington Post, del cual está sacada esta imagen, pues el titular deja entrever que Japón está muy esperanzado con esta fuente de energía del fondo de mar. Por lo que nos dice este artículo, no sólo Japón, sino diversos países, que ven un nuevo Eldorado en sus ya esquilmadas aguas territoriales. España, también, pues parece que este nuevo «oro negro marino» se halla frente a la costa de Cádiz.

¿Realmente los hidratos de metano son algo nuevo? Puede que un geólogo les diga que sí, pues su estructura es distinta de la de otros hidrocarburos, pero, mucho me temo que para la industria energética, el CH4 significa exactamente lo mismo que el resto de petróleos y gases. Desde que se inició el apogeo de la extracción de petróleo y gas encerrado en esquistos, pizarras y bituminosas, hemos entrado en una fiebre del oro, cuyo objetivo sólo parece ser que seamos capaces de extraer tipos de petróleo o de gas de continentes en los que se encuentran cautivos. El gas que está preso en el interior de una pizarra o, ahora, el metano marino que -como decía Javier Sampedro en un recomendable artículo de opinión en El País– se halla enjaulado en el interior de un dodecaedro formado por 20 moléculas de agua.

No soy ni geóloga ni ingeniera, pero estoy convencida que ser capaces de llegar al corazón de las pizarras, de los mares o al permafrost del Ártico, requiere un excelso conocimiento científico y un grado de desarrollo tecnológico muy elevado; como asumo también que cada nuevo tipo de extracción por fractura hidráulica (fracking) o, ahora de extracción del metano glacial submarino, es costosísima, se mire por donde se mire. Si es así, la pregunta es obvia ¿por qué nos emparramos en malbaratar el progreso humano y miles de millones en destrozar –vean este video– ecosistemas enteros del planeta, en vez de intentar alternativas?

Dice Javier Sampedro en su artículo que los hidratos de metano de los fondos oceánicos pueden revelarse como la gasolina del futuro, pero solo lo serán del futuro próximo. Si son una solución a la permanente crisis energética, son solo una solución provisional y miope, puesto que el uso de estos combustibles sería exactamente tan dañino para la atmósfera como lo son nuestros actuales tubos de escape. ¿Lo pillan? En esta frase, los términos nuestros y actuales son la clave. En nuestro mundo sólo hay dinero y tecnología para mantener las estructuras de poder que ya existen, no para crear otras. Queda implicito en lo que escribo, pero por si hubiere alguna duda, hay dinero para tecnología fósil, pero no para renovables; somos los más listos del mundo inventando formas de extracción de fuentes fósiles, pero no de captación del sol e invertimos ingentes cuantías en mega-infraestructuras energéticas transnacionales en vez de instalar pequeñas unidades de generación al lado de casa.

El creciente auge de los petróleos y gases no convencionales, de todo tipo y pelaje, sólo cambia dos hechos en relación al sistema anterior: a) la tecnología de extracción, y b) los territorios -productores- que encabezan esta extracción. El corolario de éstas es que: a) se mantiene intacta la estructura de la cadena -y de la industria- energética (al fin y al cabo, es un petróleo o gas que se «enchufa» a un fuelducto que le lleva a los mismos lugares de refino, producción, generación o comercialización que antes); b) se convierte la producción de energía -y por tanto el consumo- en algo todavía más exclusivo, si cabe, pues encarece y sofistica la extracción de crudo o gas; y, c) se cambia la geografía de los territorios productores; por ahora, en favor de los grandes de la OCDE y de las economías emergentes.

En definitiva, hemos entrado en una revolución energética que gasta lo mejor del talento humano e invierte dinero a espuertas en proyectos destinados a que el producir y el consumir energía sea igual que antes; a que se contamine, todavía más que antes; a que se refuercen las estructuras monopolísticas y a que se excluyan a los «pobrecitos» del Tercer Mundo del juego energético. Esto sólo cobra lógica recurriendo a conceptos tan poco científicos como las condiciones negativas del ser humano: la codicia, la maldad y el egocentrismo.

Prueben de impartir una clase explicando esto. Los alumnos -tampoco la gente de bien- no les creerán, pués dirán que no tiene sentido. Ellos son los que tienen razón. Nada esto tiene sentido, pues vivimos instalados en el absurdo y ocurre lo inexplicable.

Frente a esta triste realidad, un nutrido grupo de académicos e investigadores-no todos, ni mucho menos- ha optado por caer en el determinismo energético, el que la industria les ha transmitido como un mantra, el decir que si las nucleares no son posibles, la única alternativa viable -aunque no les guste- es lo que tenemos. Esto tampoco es ni una explicación ni una justificación razonada, pero como se adecua más al discurso dominante, al decirlo se creen infalibles. De hecho, si se dice con fuerza y convencimiento, la gente tiende a creérselo. Es normal, pues en una mente sana es más fácil aceptar que las cosas se hacen porque no queda más remedio, que admitir que se hacen por maldad. Pero, ante ello, y sinceramente, creo que si ni ellos ni nosotros tenemos argumentos «científicos» para justificar que una forma de producir energía es mejor que otra, lo más honesto sería decir que lo que ocurre ha dejado de tener sentido y que no lo podemos explicar. Cualquier otra cosa es un insulto a la inteligencia y, además, legitimará las actuaciones de la gran industria energética.

Enlace

Sólo cito una frase del enlace que propongo.. la pregunta que muy poca gente está planteando es la siguiente: ¿qué consecuencias tiene enmarcar el cambio climático como un problema de seguridad y no como un problema de justicia o de derechos humanos?»

Hasta que no le dé alguna vuelta, no tengo nada más que añadir. Como reza su título, militarizando la crisis climática o como ya algunos hace tiempo que lo piensan, ecofascismo. En fin, que me parece que, una vez más, la sección de Justicia Ambiental del Transnational Institute nos ofrece un sugerente artículo.

Como en él se nos dice que para hacer frente a la creciente securización de nuestro futuro, debemos seguir luchando para poner fin a nuestra adicción a los combustibles fósiles lo antes posible, sumándonos a movimientos como los que se oponen a la explotación de las arenas bituminosas en Norteamérica y formando amplias alianzas ciudadanas que presionen a municipios, estados y Gobiernos…, aprovecho, pues, la ocasión para, desde este blog, pedir que se participe activamente en la encuesta impulsada por la Comisión Europea sobre los hidrocarburos no convencionales y el uso de la fractura hidráulica en Europa. Yo ya lo he hecho.

De Eurovegas, la religión y el cambio climático

Reconozco que entre las poquísimas buenas noticas que tenemos en estos tiempos, las declaraciones del Padre Abad de Montserrat, Josep María Soler, contra Eurovegas, son una excelente noticia. Soy una persona laica, y mis amigos me consideran muy racional, pero admito que leer las declaraciones del Abad, me ha hecho sentir que estaba del lado de los justos. Alguien que haya vivido los suficientes años en Catalunya sabe lo siguiente, como institución, Montserrat, sólo habla cuando las causas son justas. Lo hizo en el tardofranquismo, apoyando a la Assamblea de Catalunya y lo hace ahora con Eurovegas. De ahí, mi emoción, pues, aunque atea, le concedo una autoridad moral al Abad de Montserrat muy superior a la que estoy dispuesta a admitir para la mayor parte de la “clase” política catalana. Esta autoridad moral se la concedo, por la justeza de sus causas y por las razones con que las que la apoya; no por causa de religión y, muchísimo menos, por creer que Dios ha de intervenir en los asuntos del César.

Esta introducción viene al caso por dos razones. La primera, aunque sea desde este modesto blog, por celebrar esta intervención y por felicitar a quienes la han propiciado. La segunda razón -que es la que realmente justifica esta entrada- es que esta incursión de un religioso en la política y polis catalana, coincidió con mi lectura de un artículo de Andrew Brown que se titula If we are to cope with climate change we need a moral order. Este artículo refiriéndose a un artículo de Nature, Why we are poles apart on climate change?, polemiza sobre qué tipo de personas son los negacionistas del cambio climático.

Creo que la conclusión a la que llega Brown es que los que niegan el cambio climático no lo hacen ni por ser irracionales, ni porque se hayan dejado influir por los “suyos”, sino porque el problema reside en que no hay un “valor” cambio climático que podamos “colocar” en nuestra escala de valores.  Ante ello, apunta que la solución sería el uso de religious resources. Aclara, el autor, convenientemente, que para él religión no implica necesariamente teísmo. Sin embargo, emplea el término religioso, contraponiéndolo a la norma del neoliberalismo económico.

Esta forma de razonar me ha llamado mucho la atención, pues pareciera que igual a que, en tiempos, la religión se veía como la vacuna contra el materialismo soviético; ahora, se viera como el antídoto para la barbarie del capital.

En realidad, lo que el autor nos dice es que si existieran estos religious resources, existiría una preferencia moral por la que, encima de todo: a) “nos” convenceríamos de que preservar el clima, el territorio y el planeta es algo intrínsecamente bueno y, b) aceptaríamos sin contestación –y disciplina- las medidas que se impusieran con tal fin.

Este tipo de razonamientos me parecen engañosos. No puedo entender que los humanos cuando hablemos de moralidad necesitemos referirnos a la religión; no puedo entender que sólo por una cuestión de pertenencia a un credo podamos considerar, por encima de todo lo demás, que las causas son buenas o justas. De hecho, si sigo leyendo el comunicado del Abad de Montserrat, entiendo que sus argumentos contra Eurovegas son eso, argumentos, no dogmas de fe.

Efectivamente, creo, como argumenta el Padre Abad, que si apoyamos iniciativas que conducen a una mayor explotación de nuestros semejantes o de nuestro entorno, tenemos un problema moral. Por ello, coincido con la idea del artículo de Brown de que para salvar el planeta –y, de facto, salvarnos a nosotros mismos- debemos re-moralizarnos. Como coincido con el Abad Soler, en que la única salida a la crisis es una “nueva” cultura fundada en el humanismo. Pero discrepo en que estos valores y este humanismo sólo nos puedan llegar a través de la religión –al menos, mientras ésta vaya asociada a la Iglesia. Debe ser mi ignorancia en materia religiosa, pero hay tres cuestiones que me preocupan mucho del artículo de Brown. La primera es que se quiera que la humanidad acepte –sin razonamiento previo- lo que le conviene; la segunda es que estemos pidiendo al déspota ilustrado – o ¿era religioso?- que nos lo imponga; y la tercera es que aceptemos que el modelo a seguir –aunque laico- sea el de la Iglesia, ya que entiendo es la única institución religiosa con capacidad de disciplinar. En fin, que bajo la preservación del orden moral, aceptamos un orden –benévolo, si se quiere- pero dictatorial.

Soy la primera que acepto que para salvar el Ártico o el Delta del Llobregat hemos de adoptar una nueva ética (de ahí el subtítulo de mi blog), pero me niego a que esta forma de pensar implique revalorizar la religión, frente a la razón. Es cierto que en lo que se refiere a las cuestiones medio-ambientales es muy difícil establecer la verdad científica, pues creo que hasta que no llegue el fin del mundo, no tendremos la prueba empírica irrefutable de que el neoliberalismo voraz destruye el planeta, pero, desde mi punto de vista, esta no es motivo suficiente para  decir que si no podemos tener la verdad científica –la razonada-, debemos adoptar la verdad religiosa –el dogma. Si se cree esto, lo diga quien lo diga, estará más cerca de los negacioncitas del cambio climático que de los “buenos” ambientalistas.