Cuantas más vueltas le doy, más me convenzo de que el problema de la financiación de la transición no es de cantidad de dinero. Como reiteradamente hemos comentado en este blog, en los llamados países consumidores estamos pagando una factura energética exterior enorme, en España de más del 50% de las importaciones de bienes totales, por un combustible del que los ususarios finales sólo utilizamos, como media, un escaso 30%.
La factura energética exterior (FEE) no es algo abstracto, que un país o un estado paga a otro; es el resultado de la actividad de las empresas petroleras privadas en sus compras al exterior. Así, en España es el petróleo que, por ejemplo, Repsol o Cepsa compran para sus refinerías Petróleo que refinan y comercializan en el interior del país, o exportan como producto derivado. Por tanto, cuando los ciudadanos o las empresas no energéticas pagamos la factura energética, estamos pagando a estas empresas y, además, por un importe superior al de la FEE.
Ramon Sans, del colectivo CMES, acuñó el término de factura energéica ciudadana (FEC) para refererirse a ello. En la elaboración que de este concepto se está haciendo desde este colectivo, Josep Centelles define la FCE como aquella que engloba todo el gasto realizado en un año por personas y empresas de cualquier tipo. Así ásta incluye el gasto realizado en gasolina, gasoil, butano, gas ciudad….y los impuestos incoporados a estos productos. Ramon Sans calculó que la FCE es aproximadamente de 2,5 veces la factura energética exterior. Según sus cálculos, para Catalunya, un 4,2% de su PIB. Así que probablemente en España, como media, destinemos aproximadamente un 4% del PIB al pago del combustible fósil.
Basándome en estos mismos cálculos, estimo que la inversión que necesitáriamos para realizar la transición a un modelo 100% renovable es aproximadamente de un 0,15% de este mismo PIB. Aunque no haya contrastado este cálculo, sí que me creo que lo que deberíamos invertir es infínitamente menor que lo que ahora ya gastamos. Tanto más, si le sumáramos el dinero que los y las accionistas invierten en las empresas energéticas fósiles. Así, por ejemplo, el capital social de una empresa como Repsol es de casi 1.375 millones de €. Así, ninguna duda, el dinero para pagar la transición energética existe.
Por ello, el problema de cómo financiar la transición se traduce en elaborar una estrategia para reorientar parte de este dinero al objetivo de la transición energética y en establecer, también, qué haremos con el más del 3% del PIB que ahorremos.
Sobre el papel, esta estrategia es muy sencilla, pero la realidad es que esta transición se debería desarrollar en sociedades en las que:
- Quién gestiona el dinero de la energía son en primera instancia -exceptuándo la parte de impuestos- los monopolios energéticos privados, que gozan de un poder inmenso y serán los perdedores del cambio de sistema energético.
- Ideológicamente hemos desprestigiado tanto lo colectivo, lo público y la política, que poca gente estará dispuesta a financiar, colectivamente, la transición energética mediante impuestos, tributos, cánones o cierto tipo de bonos: A la vez que somos una sociedad que nos hemos creído la magia del mercado y hemos renunciado a la planificación energética a largo plazo.
- Vivimos en la «rapidación»; en el mundo de los beneficios y de los dividendos empresariales a corto plazo. Ello fomenta –como veíamos en la entrada anterior de esta serie– huídas hacia adelante de las empresas -avaladas por sus accionistas, no hay que olvidar-, para exprimir al máximo lo que ya se tiene, con el fin de «devolver» con beneficios el dinero que personas, fondos o bancos invierten o prestan a las empresas.
Estas tres cuestiones llevan a tres preguntas, que si respondiéramos adecuadamente nos abrirían el camino hacia la transición. La primera es ¿cómo podemos hacer para acabar con el poder de los lobbies de la energía fósil?; la segunda es ¿Cómo reinventamos el sector y redefinimos el espacio público energético?; y la tercera, ¿Cómo generalizamos las formas de financiación éticas y no cortoplacistas?
Responderemos aquí, a la primera; a las dos siguientes en la tercera entrega de esta serie sobre financiación.
A día de hoy, la respuesta a la primera pregunta es la más fácil de responder, aunque sea difícil de lograr. Naomi Klein en su libro Esto lo cambia todo que, como ya dije, es uno de los que inspira esta serie de entradas veraniegas, dice claramente que ese es el objetivo de la campaña de desinversión. Se trata de iniciar un proceso de desligitimación, cuya meta final es situar el estatus de las compañías petroleras en el mismo nivel que el de las empresas tabacaleras. Desde mi punto de vista, esta es la «buena» razón para apoyar una campaña de este tipo, además de, como ya dije, la de evitar una «burbuja fósil», alimentada por las inversiones en un recurso en extinción.
Creo que si esta deslegitimación triunfa, deberemos iniciar el siguiente paso; el de la desubvención, ya que según alguién tan poco dudoso de pertenecer al «mundo petrolero», como el economista jefe Faith Birol de la Agencia Internacional de la Energía, las subvenciones a los combustibles fósiles fueron de 550.000 millones de dólares en 2013 –más del cuádruple de las subvenciones a las energías renovables.
Apoyo la desubvención por tres razones. La primera, por el efecto que ello tendría sobre las cuentas y los precios finales de las empresas petroleras. Tal vez así los usuarios finales se convencieran de que hay opciones más baratas que el combustible fosil. La segunda, por la liberación de recursos públicos que ello representa (aproximadamente la mitad del PIB español). Y, la tercera, porque aunque coincido con todos aquellos que dicen que lo más justo es aplicar el principio de «quién contamina paga» para que las petroleras financien parte de la transición, tengo mis dudas de que lo logremos. Por tanto, por ahora, hasta que éstas no estén suficientemente debilitadas, como para conseguir este objetivo, me conformo con que dejemos de pagarles a ellas. Así que ya podemos empezar a presionar a nuestros gobiernos para que acaben con estas partidas. Por una vez, contribuiría de buen grado, al «adelgazamiento» del sector público.
Sinceramente, en el mundo de hoy, creo que sólo «cerrarles el grifo» puede tener algún efecto. Hasta que no debilitemos su poder, no reinventemos el sector público -o la política energética- y no generalicemos las formas alternativas de financiación, visto su actual poder, cualquier otro intento bienintencionado y conciliador como fijar una imposición más elevada a su actividad, legislar que parte de sus beneficios se reinverta en renovables o pedirles que lo que actualmente destinen a compra de combustible lo «den» al Estado a cambio de un suministro en renovables, será inútil.
Esta estrategia, llamémosle financiera, de deslegitimación hunde sus raíces en argumentos morales. Estos argumentos causan los conflictos en la Blockadia de Naomi Klein –una zona transnacional e itinerante de conflicto que está aflorando con frecuencia e intensidad crecientes allí donde se instalan proyectos extractivos- y están en el contenido de la Encíclica laudato si´ del Papa Francisco. De hecho, leyéndo paralelamente ambos textos, llama la atención que dos personas de procendencias tan distintas -una perdiodista y activista ambiental y, la otra, el Papa- contemporáneamente publiquen un texto con un discurso con argumentos similares y cuyo objetivo, es el mismo: la necesidad de una nueva ética para evitar la catástrofe climática, que será, como reza el subtítulo de este blog, una nueva ética energética. Así, ambos libros son base de argumentos para la deslegitimación de las prácticas inmorales del lobby energético, pero sinceramente, como creo yo que éste se encuentra más allá del bien y del mal, la desinversión y la desubvención me parecen instrumento ideal para doblegarlo.