Privatizar la tierra quemada

Esta mañana he hablado con un amigo que vive en la otra parte del mundo. Sus primeras palabras han sido para decirme lo acongojado que está por los incendios que asolan España. Los dos hemos concluido que esas llamas y la desolación que padecemos, casi sin distinciones (el País Vasco y Navarra podrían ser una excepción), todos los habitantes de este país, podrían ser la metáfora de la política de “tierra quemada” a la que estos últimos tiempos todos estamos sometidos.

Hoy, me he decidido a hablar de este tema, que me parece una de las grandes tragedias que vive nuestro país –¡y eso que ya vivimos muchas!- porque esta conversación ha coincidido con la inauguración de mi flamante cuenta de twitter (miren en la parte inferior de la columna derecha del blog, y la encontrarán). Inagurar esta nueva forma de comunicación, me ha obligado a buscar enlaces “con sentido” para quienes puedan estar interesados en el contenido de este blog. Entre los que he seleccionado desde anteayer, uno de George Montbiot -el articulista más nombrado desde que inicie nuevas cartografías de la energía- y, otro, de Tony Juniper. Ambos autores, articulistas de The Guardian, sostienen un debate sobre si se ha de dar un valor monetario a la riqueza natural del planeta. En este caso, yo subscribo plenamente el razonamiento de Montbiot, que, a partir de una cita de Jean Jacques Rousseau de su Discurso sobre el origen y las fundamentos de la desigualdad entre los hombres de 1775, establece que uno de los fundamentos de esta desigualdad es la privatización de la tierra. A partir de esta idea, este articulista, alerta sobre los peligros que acarreará pasar a considerar los ríos como infraestructuras verdes, o la biodiversidad como un activo natural… El riesgo es que, como ya relaté para el caso emisiones de CO2, mercantilicemos toda la naturaleza y creemos mercados en los que podremos especular a nuestro antojo.

Ante estos argumentos, Tony Juniper destaca que si no se entiende que nuestro entorno natural es parte de la riqueza necesaria para seguir progresando económicamente, la humanidad no podrá preservar nuestro hábitat. Desde mi punto de vista, esta visión –aunque Juniper la matiza mucho- de los hechos es trágica, pues implica aceptar que las personas sólo damos valor a lo que monetizamos. Es tremendo, pero tremendo, pensar algo así.

Dicho lo cual, me daría con “un canto en los dientes” si la sociedad española, fuere como fuere, considerara a sus bosques como una riqueza –de las mayores de nuestro país- y no como un lugar que no importa que se destruya o que, incluso peor, es bueno que se destruya, pues, con una pequeña recalificación del terreno y a precio de ganga, haremos unos “bonitos” adosados.

Los momentos de crisis son buenos para replantearnos las cosas. Leo que el corresponsal en España, Paco Audije, de la Libre Belgique titula una de sus crónicas Sécheresse et Finances. El artículo apunta claramente a los recortes, no como causa de los incendios, pero sí como causa de su no extinción. Esta reflexión es la gota que colma el vaso de mi total incomprensión ante un fenómeno que, mi padre, un romántico obseso de esta cuestión, tampoco pudo comprender. En “mi casa” llevamos, al menos, dos generaciones haciéndonos las siguientes cuestiones: ¿por qué en aras a una supuesta modernidad, se ha abandonado el cuidado de los bosques?, ¿por qué en un país con problemas endémicos de paro y vivienda, no se ha apostado por la explotación forestal –sostenible- y la rehabilitación del entorno rural?, ¿por qué en este país, desde hace años, el ministerio de agricultura –entorno rural, medio ambiente y todo lo que se le añade- sólo se ha ocupado de hacer lobby en Bruselas y no de  hacer política agraria y forestal? ¿Por qué, también desde hace lustros, el ministerio de industria no contempla como actividad fabril toda la derivada de una explotación forestal?, ¿Por qué los ministerios de turismo en vez de apoyar –de facto- que se destruya nuestro litoral, no han apostado, también, por un turismo forestal de calidad?…muchos porqués a los que –salvo, creo la excepción de los intentos –abortados- de Cristina Narbona– nadie les ha intentado dar respuesta.

Supongo que seremos incapaces de valorar, porque no tiene precio y es irremplazable, lo que este verano se ha arrasado en España. Supongo, que en un momento como el presente, ya nos da igual a todos. Como comunidad no nos hemos preocupado por salvar a los bosques, al igual que no intentamos preservar empleos, instituciones, derechos, etc… Todo puede ponerse en el mismo paquete y en la crisis todo vale. Vale justificar que en uno de los años más secos y calurosos de la historia de España, lo adecuado era recortar, como en Valencia, el 14% del presupuesto de servicios de protección civil, o, como en casi todas partes, recortar los servicios y trabajadores forestales. Piensen cuánto costó este 14% de menos; por el bosque que destruyó, por los despidos que ocasionó, por toda la actividad de la zona que se perdió, por el espacio que se ha perdido, por la memoria que se va borrando…

No hace falta que, como propone, Tony Juniper, valoremos monetariamente cuánto valía el 11% de la Isla de la Gomera que, hoy han dicho en los noticiarios, se ha quemado. Todos sabemos –y si no lo deberíamos saber- que eso vale más que casi cualquier cosa. No nos dejemos engañar una vez más, el capital es muy listo, ahora nos harán creer a la gente de bien que si le ponemos un precio a un bosque lo salvaremos. No se lo crean, si le ponemos precio a un bosque, éste será usado como una ficha más para que “ellos” jueguen en el casino global en el que estamos viviendo.

Propiedad privada, mercado y dogma

El día de Reyes, el no siempre políticamente correcto, pero agudísimo comentarista -y blogero- del The Guardian  George Monbiot, publicó un artículo titulado Why Libertarians Must Deny Climate Change. En él comenta un pequeño escrito de  Matt Bruenig. Según las explicaciones del mismo Montbiot, Bruening argumenta que a los libertarios (que yo traduciría por ultra-neo-liberales) no les queda otra opción que la de negar la existencia misma de un cambio climático, ocasionado por un modelo energético carbopetrogasístico.

Lo interesante de su argumentación es que pone el foco en la estructura de propiedad de la industria energética, no en sus fuentes. Según ambos polemistas, para los libertarios negar la contaminación ocasionada por la industria energética es una cuestión de principios, pues su concepción de la propiedad privada es tal, que consideran que nada ni nadie puede interferir ni en ella ni en lo que se hace dentro de sus límites. De este modo, si un/a libertario/a es, pongamos por ejemplo, propietario de una mina de carbón, de un yacimiento de petróleo, de una refinería o de una fábrica de coches, intelectualmente no puede concebir que su actividad sea contaminante, pues si lo hiciera, admitiría que aquello que se realiza en su propiedad tiene efectos -además, en este caso perniciosos- sobre la propiedad de otro u otra; hecho que es una «contradicción en términos» del significado libertario de «propiedad privada».

Cuando se hace referencia a cambio climático, el conflicto conceptual-intelectual de los libertarios sobre la propiedad privada se resuelve de dos maneras: a través del mercado y a través del dogma.

La solución del mercado, es la de los economistas, que hemos creado propietarios de CO2. Hemos llamado externalidad negativa al efecto contaminante para poderlo «regular» a través de la oferta y la demanda;  hemos medido la contaminación en unidades de CO2, les hemos asignado un propietario; les hemos puesto un precio y hemos creado un mercado, para que el propietario del CO2 pueda decidir entre vender o comprar la contaminación. Así, la contaminación mercantilizada está bien, pues funciona de forma acorde a las leyes del mercado y respeta la «propiedad del CO2».

La solución dogmática, simplemente, niega los efectos ambientales de la industria energética, por principio. Es un dogma, que se basa en un falso axióma: el de que la actuación del individuo necesariamente conduce al Bien. Ante el dogma, no hay razones que valgan para refutar o matizar tal creencia. No hay discurso posible para hacerles cambiar de opinión. Así, la negación del cambio climático carbopetrogasístico es infalible. De hecho, no sorprende que una de las principales corrientes de este dogma sean los miembros del Tea Party que, con la misma guisa, niegan a la vez, las teorías evolucionistas y las del cambio climático.

En términos lógicos no debería haber coincidencia entre los neo-liberales que propugnan que el mercado es la solución a los efectos contaminantes del modelo energético carbopetrogasístico y los libertarios que directamente lo niegan. Sin embargo, existe el riesgo de una alianza mútuamente beneficiosa entre ellos, pues gracias a que los dogmáticos niegan una posible relación entre energía fósil y cambio climático, dejan de adoptarse medidas que limiten la expansión de la industria carbopetrogasística y, consecuentemente, aumenta la cantidad de CO2 negociable en el mercado. En el contexto actual, ello, puede acabar convirtiendo el «regulado mercado del CO2» en un paraíso más para los ladrones de CO2 y especuladores privados de todo aquello que vamos mercantilizando.

Así, por conveniencia, la defensa montaraz de la propiedad privada, podría conducir a una alianza entre mercado, dogma y los poderosos de la tierra. Aunque esta no fuere la intención, en el caso del cambio climático, crear un mercado como forma de regular la contaminación, favorece los discursos no racionales y la codicia. Hay que tener mucho cuidado con ello, pues la defensa a ultranza del mercado y del beneficio privado, nos puede llevar, más de dos siglos después, a los tiempos en los que la Razón humana poco tenía que decir a la Fe divina, o a los tiempos en los que la Ciencia poco tendrá que decir a los think-tanks que nos gobiernan.