Mala transición energética

Esta mañana me dirigía a una de las primeras celebraciones navideñas del año, con un jamón debajo del brazo, y al llegar al Paseo de Gracia, casi tocando a Plaza Cataluña (en Barcelona), he hecho la foto que aquí les muestro.

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Ya ven de qué se trata. Es un cargador para vehículos eléctricos, que pone al servicio de los ciudadanos y ciudadanas l’Ajuntament de Barcelona, en el marco del proyecto de convertir a la Ciudad Condal en una Smart City. Cargador que, a día de hoy, creo que gratuito.

Así, la parte izquierda de la foto es la buena; la que muestra el esfuerzo que se está haciendo desde el gobierno municipal para favorecer el cambio al coche eléctrico. La parte derecha, en su parte superior, sin embargo, es la mala. Allí es donde vemos quién suministra la electricidad al ingenio; ¡Endesa!

Ha sido al ver esto, cuando he decidido parar, hacer marcha atrás, bajarme a la calzada, hacer un pequeño equilibrio con el jamón y disparar la fotografía. Primero he pensado en simplemente hacer un tweet con ella, pero, como ya me ocurrió con la entrada anterior, después he pensado que aunque hiciera una breve y percipitada entrada, el comentario requería algo más que 140 carácteres.

Acabo de mirar lo que escribí cuando inaguré nuevas cartografías de la energía. Entre otras cosas, en el apartado «sobre este blog» se puede leer que éste no pretende hablar de fuentes energéticas, sino de relaciones energéticas y que en el blog, el criterio de favorable o desfavorable se adoptará en función de en qué sentido cada una de las cuestiones tratadas incide en la transformación de las relaciones económicas, sociales y políticas. Al ver hoy el cargador eléctrico de Plaza Cataluña, he pensado que con este criterio, y a a la luz de esta electrinera, la apuesta por el coche eléctrico que se está haciendo -no sólo- en Barcelona es de tipo «mala».

Apostar por un coche eléctrico que se ha de cargar en unos artefactos conectados al sistema eléctrico que controlan las grandes empresas monopolítsicas eléctricas, es una pésima opción. Pues si bien, puede que implique un cambio de fuente energética -y está por ver, porque podría muy bien ser la electricidad se genere con carbón, uranio, gas o petróleo-, no modificará sustancialmente las relaciones -de poder- energéticas actuales.  Es más, la situación incluso puede empeorar, pues deberemos sumar a nuestro consumo doméstico o empresarial, el del transporte. Por ello, considero que este tipo de iniciativas son nocivas, pues no incidirán favorablemente ni en una mayor democratización de las relaciones energéticas ni en la transformación de las relaciones económicas, sociales y políticas.

Para mi este es un ejemplo de cómo no se debe enfocar la transición. Tengo, ya, grandes dudas si la «gran» apuesta que se está haciendo desde el ámbito municipal -en muchas ciudades europeas, no sólo Barcelona- por el coche eléctrico es la adecuada, pues tiendo a pensar que la apuesta correcta sería favorecer, al menos en el espacio urbano, el transporte público colectivo, en vez del coche de uso individual -o de dos, tres o cuatro pasajeros; pero sobre lo que no tengo ninguna duda es que, si se sigue apostando por el coche eléctrico, su forma de carga bajo ningún concepto  debería depender de unas infraestructuras y un cable, al final del cual, centenares de kilómetros allá, nos encontráramos una gran central eléctrica de una gran compañía idem.

Creo, y sé que lo que diré es un poco fuerte, que mientras no seamos capaces de asegurar lo anterior, las ciudades no deberían apostar por el coche eléctrico. Como he dicho otras veces, a estas alturas, estoy convencida de que la transición energética -en mayor o menor grado- hacia un modelo eléctrico y renovable se va a producir, y por ello, la cuestión  ya no es esta. La cuestión es cómo será este modelo, si ¿uno distribuido y decentralizado? o ¿uno centralizado?, pues de ello dependerá que esta transición nos conduzca, o no, hacia un nuevo modelo, político y social, más democrático. Por esta razón, y para mi hoy, este es el verdadero reto que hemos de afrontar.

 

 

 

El papel de vocero de la OPEP

El pasado 30 de noviembre se celebró en Viena la centésimo septuagésima primera reunión de la OPEP. Esta reunión, que tuvo lugar en la discreta sede central de esta organización, generó gran expectación.

opec-zentrale-wien-sterreich-opec-headquarters-vienna-austria-e0dgbyA lo largo de esa mañana, entre los y las seguidoras de la cuestión, hubo gran movimiento en las redes sociales, que se empezó a calmar a partir de la difusión de una breve entrevista al ministro saudí del petróleo, justo antes de que empezara la reunión, en la que él daba a entender que se llegaría a algún tipo de acuerdo. Esta entrevista fue suficiente para que los precios del crudo en el mercado internacional empezaran a subir. El anuncio posterior de este acuerdo, que se concretó en un compromiso de reducir en 1,2 millones de barriles al día la producción, para llegar a una cuota de exportación conjunta de 32,5, consolidó esta tendencia. Los precios del Brent subieron un 10%, situando el precio del barril por encima de los 51$. Las expectativas son, que a mediados del 2017, el este precio alcance los 60$/br.

Todo ello, a los racionales de verdad, debería darnos mucho qué pensar sobre qué es lo que mueve realmente a los precios.

Si algo demuestra el hecho de que un simple anuncio modifique el rumbo de los precios, es que la OPEP (o algo equivalente a ella) todavía cumple una función de vocero en el marco de la estructura de gobernanza internacional del petróleo, pues el mercado del petróleo siempre necesita de alguien con credibilidad que sea, más que el gestor de la escasez, el portavoz de la misma. Lo que, hoy no es, ya, tan claro es que la OPEP pueda mantener ese papel a medio o largo plazo.

Existen dos maneras de interpretar históricamente el papel de la OPEP. La primera, y más extendida, es que la OPEP ha sido una camarilla cartelista, que de forma unilateral y egoista ha decidido el destino de la oferta petrolera internacional, en función exclusiva de sus intereses nacionales. La segunda, y menos extendida, es que la OPEP ha sido una camarilla cartelista, que de forma multilateral ha incidido en el destino de la oferta petrolera internacional, en función, en concreto, de las necesidades de la economía de Estados Unidos; al tiempo que obtenía ciertos beneficios por ello.

En estas explicaciones históricas, la primera atribuiría los shocks del petróleo de los años 1970s a una bravuconada de los países -árabes-  de la OPEP y, la segunda, atribuiría ese mismo aumento a la necesidad de la economía norteamericana -y del sector petrolífero estadounidense, en particular- de que sus precios nacionales del petróleo -con costes sustancialmente mayores que los del petróleo de Oriente Medio- se realinearan con los internacionales, evitando así que el resto de economías del mundo se beneficiaran de unos costes energéticos inferiores a los suyos propios (piénsese que hasta los 1960s, Estados Unidos pagaba -u obtenía- un petróleo un 50% más barato que el resto de las economías occidentales -incluido Japón-, pero que a finales de 1960s esta diferencia había desaparecido y la tendencia se había invertido, pues el precio del petróleo estadounidense era de 3,50$/br, mientras que el que los europeos y japoneses adquirían en el mercado internacional era de 2$/br.).

Yo, personalmente, me quedo con la segunda interpretación, pues desde que a raíz de los shocks del petróleo los precios negociados en el mercado americano (WTI) y los internacionales (BRENT) se realinearon, hasta el momento en que se hizo visible «el fenómeno del fraking», la evolución de ambos precios ha ido a la par.

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Sin embargo, que a mi me parezca más racional explicar la evolución de los precios del crudo en el último cuarto del Siglo XX por las necesidades de la primera economía del mundo, que explicarla por las declaraciones u ocurrencias de los miembros de la OPEP, no resta validez al hecho de que éstas han tenido y tienen su efecto -en el corto plazo- para hacer cambiar de rumbo la tendencia de los precios. La prueba, el efecto sobre el precio del crudo del acuerdo de Viena de hace unos días.

Desde este punto de vista, aunque yo haya declarado lo contrario infinidad de veces, la OPEP no está muerta, pues su discurso parece seguir teniendo efecto. A pesar de ello, arrecian las dudas sobre si el contexto internacional, en general, y la economía y el sector petrolífero estadounidense, en particular, favorecerán que esta tendencia se mantenga a lo largo del tiempo.

Creo que se podrían enumerar bastantes factores que indicarían que, en este momento, ya no se dan las condiciones para tal aumento de precios, pero tales explicaciones se pueden reducir a tres líneas de argumentación.

La primera es que, aunque se produjera la reducción de 1,2 millones de br/día anunciada por la OPEP, seguiría existiendo una abundancia global descontrolada de producción de petróleo a raíz de la individualizada producción de petróleo no convencional en Estados Unidos; a raíz de la reincorporación plena a la OPEP de Iraq, Irán y Libia; a raíz de la creciente descentralización -por no decir fragmentación- de algunos productores de la OPEP como es el caso de Iraq y la Región Autónoma del Kurdistan o lo que parece estar ocurriendo en Libia; y a raíz de la sucesiva incorporación, desde inicios de los 1990s, de otras productores internacionales como son los africanos o las ex-repúblicas soviéticas, Rusia incluida. Dicho de otro modo, hoy en día no parecen darse las condiciones para que emerja un nuevo cartel con capacidad real para gestionar -creando la ilusión de la escasez- la abundancia de la producción de petróleo -que, dicho sea de paso es el eterno problema del sector.

La segunda es que en un discurso sobre la transición energética, en el que ha primado el argumento de los costes, la evolución del precio del petróleo tiene una correlación positiva con los argumentos y la firmeza de las políticas a favor de la implantación de un modelo energético eléctrico y renovable. En otras palabras, si subieran los precios del crudo, sería muy difícil sostener, frente a unas poblaciones muy concienciadas con las cuestiones energéticas y ambientales, la continuidad de las políticas energéticas fosilistas.

Y, la tercera es, que en este momento en el mercado internacional, además de Estados Unidos existe otra gran economía, fuera del paraguas de la OCDE, que adquiere petróleo y que, posiblemente, realice sus previsiones energéticas, no pensando en los costes internos de su industria petrolera nacional, sino en el desarrollo de su economía nacional. De hecho, es muy posible que el objetivo no sólo China, sino la mayoría de economías asiáticas (que son los grandes compradores del -e inversoras en el- petróleo de Oriente Medio) sea que el precio del petróleo internacional sea lo más bajo posible y no aquél que permita mantener competitiva a su industria petrolífera nacional.

Así, en este contexto, parece difícil que el papel de vocero de la OPEP se pueda mantener a largo plazo, pues su credibilidad se verá pronto cuestionada por los hechos. A día de hoy, sólo se me ocurre un argumento para apuntar hacia un aumento de precios sostenido: que los mercados financieros faltos de liquidez especularan en los mercados de futuros del petróleo, para que se produjera una alza en los mismos que alimentara de nuevo el mundo de petrodólares -o Fondos Soberanos como hoy les llamamos.

Dicho todo esto, y dejando claro que moralmente estoy en contra de lo que ello implica, quiero recordar que, aunque sufra infinitas transformaciones, la industria petrolera internacional sólo se podrá sostener bajo una estructura cartelizada que asegure que el destino de las cantidades producidas y el precio al que éstas se venden va en el mismo sentido que las necesidades de quien marca el rumbo a la evolución de la economía mundial. Quién gestionará y será la cara visible de esta estructura es lo que hoy en día los gestores de la industria petrolera internacional habrán de decidir. Y, si realmente se sigue apostando para que la OPEP siga cumpliendo su función de vocero, de forma eficaz, al menos:

a) debería acabarse con toda la producción individualista y descontrolada de fuera de la OPEP -me refiero fundamentalmente al fenómeno del fraking;

b) debería asegurarse que se recompone la centralidad territorial de las compañías petroleras nacionales de los países de la OPEP; y

c) debería revisarse la composición de miembros de la OPEP.

Todo ello, sin olvidar que en el otro lado, el de las empresas y países, que hemos llamado consumidores, las alianzas también están por revisar.

Hoy en día, lo aquí dicho, parece una carta de mínimos a los Reyes magos, pero en mi opinión, sin al menos estas tres condiciones, es difícil que los precios, por un simple anuncio de la OPEP, suban y se mantengan en un nivel suficientemente alto a lo largo del tiempo.

 

El negocio de la energía

Parece ser que esta es la cubierta del libro que he escrito para la colección Los retos de la economía de RBA editores.  Puede que alguno de los lectores o lectoras del blog estén interesados en lo que en él cuento.

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Es un libro divulgativo que RBA resume de la siguiente manera: Desde la Revolución Industrial se estableció una estrecha relación entre el control de las fuentes energéticas y la prosperidad de las naciones. El británico William Stanley Jevons acabaría fijando la otra base del negocio de la energía al teorizar sobre los efectos económicos de la escasez de combustible. Sobre estos pilares se levantó un gigantesco edificio oligopolístico que las energías renovables amenazan con socavar.

 

Creación y destrucción del Oriente Medio petrolero occidental (2)

En la anterior entrada prometí ir desgranando la historia de la Turkish Petroleum Company, pero cuanta más información leo, más pierdo los hilos conductores de este relato.

El fenómeno de la creación -y de las disputas alrededor- de la Turkish Petroleum Company (TPC) es un caso de estudio fascinante, pues constituye uno de esos acontecimientos parcialmente olvidados, pero sin cuya existencia no se entendería la historia de la industria petrolera internacional.

Desde mi punto de vista, la TPC, oficialmente creada en 1912 (aunque ahora yo empiece a tener mis dudas al respecto), fue la primera compañía petrolera internacional del mundo. Por compañía petrolera internacional entiendo, al menos cuatro cosas: a) ser un consorcio formado por empresas -o inversores- de varias nacionalidades; b) ser una compañía cuyo objetivo es extraer petróleo de un territorio distinto de el del lugar de origen de los inversores, para ser comercializado como producto final, en los países de origen de los mismos; c) tener la voluntad de exclusividad -o de dominio- en el reparto de las concesiones en territorios determinados y en los mercados finales; d) ser una empresa cuya actividad cuenta con la protección de los gobiernos de los países de origen de los inversores, siendo estas formas de protección muy diversas.

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Fuente: The Times (London, England), Friday, Jul 02, 1920; pg. 17

Antes de la TPC no existió, propiamente -la Royal Dutch Shell, sería la más parecida, entonces- ninguna empresa que cumpliera con las cuatro características. Ello, no quiere decir que no existieran empresas que comercializaran petróleo por el mundo. Lo hacía la Standard Oil, que exportaba la producción sobrante de Estados Unidos, como lo hacía el consorcio de la Asiatic Petroleum Company, con los excedentes de petróleo de Rusia, pero en ninguno de los dos casos el objetivo principal era extraer petróleo de un lugar del mundo, para ser empleado en otro.

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Sospecho -y sólo es eso una intuición sin corroborar- que el concepto de «petróleo internacional» es un invento británico. Podría haber sido germánico, pero el curso de la historia -y, probablemente, la mentalidad imperial británica- lo impidieron.

Visto con retrospectiva, pareciera que la industria petrolera internacional fuera el resultado de una ocurrencia de alguien en el Reino Unido, a inicios del Siglo XX, que se debió dar cuenta de que la posición hegemónica que Inglaterra tenía gracias al uso intensivo del carbón, podía perderse por la emergencia de un nuevo combustible que era, entonces, abundante en Estados Unidos, Rusia y en Europa oriental, pero no en la Islas británicas. Ese, para mi, fue el momento en el que el Reino Unido puso el ojo en el territorio del Imperio Otomano, iniciando un trágico culebrón  que duraría unos tres lustros, y cuyo resultado fue establecer que la función de los países creados en el espacio del territorio otomano  -llamado Turquía asiática, primero, y Oriente Medio, después- sería la de ser los proveedores de petróleo hacia el resto del mundo.

Quien debía ocuparse de la gestión de esos flujos de petróleo, sería la Turkish Petroleum Company que, a pesar de su nombre, siempre fue «extranjera». Primero, antes de la Primera Guerra Mundial, germano-británica-holandesa; después de la contienda bélica, fundamentalmente británica; y desde 1928, cuando se reconviertió a Iraq Petroleum Company, anglo-americana (aunque en ella participaran la Royal Dutch y la Compañía Francesa de Petróleo ).

Fue entonces cuando el Oriente Medio petrolero y occidental con las fronteras que hemos conocido a lo largo de los últimos cien años se puso en el mapa. Antes, sin embargo,  los británicos actuando bajo la influencia de un bullying -que no lobby– extremo del grupo D’Arcy o de la Anglo- Persian Oil. Co., hicieron todas las artimañas imaginables, para que una concesión que inicialmente había pertenecido a inversores alemanes, primero bajo el nombre de Anatolian Railway Company y, después, bajo el nombre de Bagdad Railway Company, acabara en sus manos. Este será el tema de la siguiente entrada de esta serie.

Creación y destrucción del Oriente Medio petrolero occidental (1)

Desde hace unos par años que me ronda una idea por la cabeza. Me dedico a ella en mis ratos libres, pero como conseguir encontrar la información, leer y metabolizar es un proceso largo y laborioso, no sé si alguna vez seré capaz de desarrollar este pensamiento hasta el final. Por ahora, empiezo con el número uno de la serie.

Repasando entradas antiguas del blog, veo que en junio del 2014, ya hice un primer pinito sobre esta cuestión. Cuestión, que no es otra que la de la relación entre cómo se fijaron las fronteras de Iraq en 1925 y cómo se otorgaron las concesiones petrolíferas a la Turkish Petroleum Company (TPC) , antecesora de la Iraq Petroleum Company (IPC), y núcleo fractal del posterior reparto que las Siete hermanas y la Compañía Francesa de Petróleos (CFP) realizaron en Oriente Medio.

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Deseo, en entradas sucesivas de esta serie que hoy inicio, ir desgranando algunos de los pormenores de la compleja historia de la creación de la TPC y de cómo Oriente Medio se convirtió en región petrolera. Ahora, sin embargo, para empezar me gustaría explicar por qué este tema me interesa.

Cuando en 2003, la coalición liderada por Estados Unidos invadió Iraq, derrocó a su Presidente, Saddam Hussein, e impulsó una nueva constitución en 2005, internamente, abrió la puerta a la desintegración de una frágil, pero estable, arquitectura institucional. Y, externamente, marcó un punto de inflexión -para mi definitivo- en la industria petrolera internacional, que ha supuesto el fin del orden energético internacional del Siglo XX. Muestras de ello las tenemos en el mismo Iraq, donde nunca hasta esa fecha habían entrado inversores o se realizaban contratos con empresas fuera del ámbito de las grandes empresas petroleras internacionales privadas y occidentales, mientras que  desde el segundo lustro del Siglo XXI, más del 60% del petróleo se exporta hacia Asia, un 20% de los yacimientos están bajo control de empresas petroleras Chinas y otro tanto bajo el control de empresas no occidentales, al tiempo que se ha producido un florecer de la producción de petróleo y de gas de la mano de empresas petroleras medias de diversas nacionalidades, en un norte de Iraq, prácticamente seccionado, kurdo y que incluye la Región de Mosul, de la que hoy hablaremos en esta entrada. (Por cierto, que haciendo un paréntesis en este relato, recomiendo, a este respecto, el excelente y bien documentado artículo Under the Mountains: Kurdish Oil and Regional Politics de Robin Mills para el Oxford Institute of Energy Studies).

La creación del Iraq contemporáneo es el resultado de la desintegración del Imperio Otomano y de los tratados posteriores a la Primera Guerra Mundial. El trazado definitivo de sus fronteras fue un proceso largo y complejo que se inició en la Conferencia de Paz de París, cuando se estableció que a la espera de los tratados definitivos, Mesopotamia -como Siria y Palestina- quedaría bajo el mandato de las potencias Europeas. Estos mandatos se otorgaron en La Conferencia de San Remo (1920) y se estableció que Siria quedaría bajo protección francesa, mientras que Palestina y Mesopotamia, quedarían bajo el manto británico. Luego, en el Tratado de Sèvres, también del año 1920 se fijaron unas fronteras, que por lo que al norte de Iraq se refiere, incluían a la región de Mosul «con ciertas variaciones».

La cuestión de Mosul ya era espinosa entonces, pues en el acuerdo de reparto del territorio del Imperio Otomano, el Acuerdo Sykes-Picot, que británicos y franceses realizaran en 1916, con la guerra todavía en marcha, previendo la extinción del Imperio, esta región quedó bajo área de influencia francesa. Pero, en el Tratado de Sèvres, que nunca se llegó a aplicar, esta región quedara «con ciertas variaciones» bajo mandato británico.

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Este problema territorial se complicó todavía más, cuando después de que en 1921, la Sociedad de Naciones dictaminara que un sólo monarca, el Rey Faisal, gobernaría todo el territorio de Mesopotamia, ya reconvertido a Iraq, los británicos, en 1922, firmaron un acuerdo con él según el cual ambos, el Rey Faisal y los británicos, se comprometían a no ceder ni un palmo de territorio iraquí, al que se le sumaba la región de Mosul, a pesar de que años después Lord Curzon, el negociador británico en Lausana, aceptara que el único punto minado es el trazado de la frontera norte de Iraq, cuyos límites no han sido todavía legalmente fijados por las Potencias aliadas.

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La Conferencia de Lausana celebrada en los años 1922 y 1923, infructuosamente, se centró en el trazado de las fronteras, no de Iraq, sino de Turquía, puesto que el nuevo gobierno de Kemal Atatürk -posteriormente padre fundador de la Turquía laica moderna, que hoy también se tambalea- no sólo no reconocía los acuerdos del Tratado de Sévres, sino que reclamaba la inclusión de la región de Mosul en la nueva Turquía. En toda esta negociación de dos años, al menos por lo que se deduce de la correspondencia de Lord Curzon durante la misma, el escollo -insalvable- fue Mosul.

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Al final, la cuestión de las fronteras se resolvió en el año 1925, con un laudo de la Sociedad de Naciones, que más que laudo, parece mercadeo, puesto que Turquía renunció a sus aspiraciones sobre la región de Mosul, a cambio de recibir durante 25 años el 10% de los royalties del petróleo que la Turkish Petroleum Company -que convenientemente se renombró entonces, Iraq Petróleum Company- extraería en esa región.

Así, la existencia territorial de Iraq, como la de la mayoría de países surgidos por la desintegración del Imperio Otomano, se debe a un diseño, que a veces pareciera improvisado, de los vencedores de la Primera Guerra Mundial. Estas son las fronteras que, hoy, se desintegran.

La cuestión, sin embargo, va mucho más allá, pues como se puede intuir por la existencia del trueque de territorio por royalties del petróleo, queriéndolo o no, estas fronteras, especialmente las de Iraq, están intrísecamente enlazadas con el mapa de las concesiones petroleras que reclamaba para sí la TPC. Éstas, al final quedaron en el seno del flamante Iraq, dejando a Turquía sin una una gota de crudo.

Leyendo la documentación depositada en los archivos es muy difícil -al menos con lo que llevo visto y leído- afirmar que las fronteras de Iraq se fijaron exclusivamente para satisfacer los intereses de la TPC, pero sí que es cierto que estas fronteras no se fijaron definitivamente, hasta que un laudo de la Sociedad de Naciones incluyó a la región de Mosul en ellas . Como también es cierto que hay una coincidencia cronológica entre la fijación de estos límites territoriales y la adjudicación definitiva de las concesiones petrolíferas en las regiones de Bagdad y Mosul a la TPC.

Como veremos en la siguiente entrada de esta serie, dedicada a la historia de la TPC, esta concesión fue prometida, pero nunca otorgada, pocas semanas antes de que se declarara la guerra. Quedó en el aire, como lo quedaron las fronteras de Mosul, pero como se puede leer en la primera edición del Iraq Petroleum Company Handbook (1948), fue también en 1925 (mismo año del laudo), cuando después de unas largas negociaciones iniciadas en 1923 (mismas fechas que la Conferencia de Lausana), la promesa realizada por el Visir antes de la contienda bélica se convirtió en una concesión definitiva para la TPC.

Sin entrar ahora en el jugoso relato de estas concesiones, sólo con el relato de estos hechos queda patente  que en Iraq se establecieron a la vez, las fronteras, las concesiones petrolíferas y el germen de su principal instrumento de intervención pública: la IPC. Pues, aunque todavía tuvieran que pasar unos años para su completo funcionamiento, desde que en 1927, brotara petróleo de un pozo cercano a Kirkuk, las bases de la unidad política -un presupuesto centralizado que distribuyera por todo el territorio los ingresos obtenidos con el pago de royalties o venta del petróleo- quedaron establecidas.

Por todo ello, desde el mismo momento del nacimiento de Iraq, en él, unidad territorial, compañía petrolera nacional -privada o pública- y unidad política son los tres vértices de una misma cosa. De ahí, que en todos los casos, destruir uno de los vértices, lleva a hacer tambalear a los otros dos. Como de hecho, ocurrió.

Desde el punto de vista de la historia de la industria del petróleo internacional, el caso de Iraq, como se entenderá cuando se explique el papel jugado por la TPC, es muy relevante, pues en su territorio se gestó el núcleo de lo la industria petrolera internacional (anglo-americana-occidental) del Siglo XX. Y, por ello, el desmembramiento de Iraq, también ha de suponer su fin; al menos, en su forma actual. Esto va más allá de la despopepización de la que he hablado en otras entradas, es un cambio mucho más radical, que implicará -o ya está implicando- una transformación profunda del orden petrolero internacional.

 

La cosa está cruda.

Hoy, no pensaba dedicarme al blog, pero acabo de leer un artículo que me ha dejado ojiplática, como diría mi amiga Ire. Así que le dedicaré esta precipitada y mini entrada.

Bastaría con mencionar el título del artículo, Oil Majors Continue to Take on Debt to Pay Dividends, pues éste lo dice todo: las grandes compañías petroleras internacionales, occidentales, se están endeudando para poder seguir repartiendo dividendos a sus accionistas. Todo en esta noticia es alucinante.

En primer lugar, constatar que la pérdida de control sobre la estructura de gobernanza internacional del petróleo, con el consecuente desplome y descontrol de los precios del crudo, está pasando factura a las más grandes, de entre «las grandes». Hace muchos años que no se veía una cosa así. Asusta pensar cómo deben estar los inversores de la fiebre del  petróleo o gas no convencional o que ocurrirá cuando estalle, también, esta burbuja especulativa, si ExxonMobil, Royal Dutch Shell y sus hermanas, que son las que tienen acceso al crudo de los mejores yacimientos del mundo, se han de endeudar para pagar a sus accionistas.

En segundo lugar, asusta que el sistema permita algo así. De hecho, se demonizó a las empresas públicas y estatales porque al tener una restricción presupuestaria blanda estaban mal gestionadas. Pues, ya me dirán… una empresa que ve desplomarse sus beneficios  en un 60% (ExxonMobil) o en un 93% (Royal Dutch Shell) y decide pedir prestado el dinero para poder seguir pagando dividendos.

En tercer lugar, asusta pensar en quiénes serán los accionistas, pues no sólo invierten en un negocio, como se explicaba hace un año, cuyo principal activo, las reservas de petróleo, se está agotando; sino que aceptan -o exigen- que se les paguen dividendos cuando «el negocio» va mal.

En cuarto lugar, vista la experiencia de los últimos años, asusta pensar que podemos acabar rescatando a unas petroleras que o gestionaron mal su negocio o que han entrado en vías de extinción, porque, se nos dirá e intentarán convencer, sin ellas no podríamos sobrevivir: nos quedaríamos sin luz en nuestras casas, sin gasolina en nuestros coches y nuestros hijos no podrían ni ir al colegio. Por decir algo…

En fin, les inserto el gráfico que ilustra el artículo, ya que una imagen vale más que mil palabras. En él se ven las fuentes ingresos y usos del gasto de Exxon Mobil en el último año. Estas cifras indican que mientras el pago por dividendos es de 6,2 mil millones de dólares USA, la deuda y el crédito es de 5,1.

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Francamente, si yo fuera accionista de alguna de estas empresas o tuviera mis ahorros en un fondo de inversión o plan de pensiones que invirtiera en estas empresas, aunque mi consciencia ecológica fuera nula; aunque fuera una negacionista del cambio climático; aunque no me importara la desigualdad energética y  aunque no me interesaran ni el expolio de tierras ni la explotación de los recursos naturales, mañana, a primerísima hora, correría a la institución que me gestionara ese dinero, para suplicar que lo desinviertan, ya. No hay otra solución, eso es lo que tenemos que hacer.

 

¿Es una comercializadora municipal un instrumento útil para la transición energética?

El pasado 15 de julio, la prensa escrita de Barcelona publicaba la noticia de que la ciudad se disponía a crear una compañía eléctrica pública. En los medios digitales, fuera La Vanguardia o en El Periódico de la Energía, se personalizaba la iniciativa -y beneficio- de tal propuesta en Ada Colau, la alcaldesa.

Tengo observado que, tanto en Madrid como en Barcelona, ciudades en las que tenemos alcaldesas de fuera de los partidos políticos kosher, cuando las cosas no gustan o se ven estrambóticas, se tiende a utilizar el nombre propio para presentar cualquier iniciativa municipal que se anuncie, como una peculiar ocurrencia de «esas señoras» que ocupan el cargo. Esto, desde mi punto de vista, es una falta de respeto hacia la institución, hacia quiénes les han votado y, obviamente, hacia las mujeres que realizan servicio público.

Dicho esto, aunque me parece una gran noticia que el equipo municipal de la ciudad en la que yo resido se postule para ser uno de los pioneros en la realización -y logro- de una transición energética hacia un modelo, fuera del control del oligopolio eléctrico, 100% renovable, me parece que a la propuesta que se nos ha hecho, la falta un buen periodo de discusión y de maduración.

Esta propuesta fue presentada  el pasado 14 de julio por Janet Sanz, teniente de  Alcalde para cuestiones de ecología, urbanismo y movilidad, el concejal de Presidencia y energía, Eloi Badia, y la Comisionada de Ecología, Eva Herrero y, desde entonces, ha recibido unos cuantos elogios e infinidad de críticas; muchas de ellas provenientes de militantes del activismo energético.

Los elogios tienen mucho que ver con lo ya expresado: es fantástico que Barcelona encabece la lista de ciudades del mundo que apuestan por una ciudad energéticamente sostenible. Las críticas están más divididas, pero algunas de las que yo he escuchado, tienen que ver con la poca eficacia de la medida estrella de la propuesta, la creación de una compañía comercializadora, para el objetivo de la transición energética real.

Comparto ambas cosas, el elogio y la crítica. Desde mi modo de entender el problema de fondo de la propuesta municipal -al menos del borrador de la misma que cayó en mis manos- es la poca claridad de su planteamiento.

Por una parte se plantea que el objetivo es la transición energética de Barcelona, definida como la de una ciutat que produeixi energia a prop i de manera neta fins abastir el 100% dels consums municipals i residencials, amb una aposta clara per els recursos energétics renovables y, por otra se dice que estudis previs conclouen que l’eina que pot permetre, en el context energètic actual, una gestió integrada de la generació elèctrica i l’aprovisionament energètic és una comercialitzadora y que, por lo tanto, l’objectiu és poder tenir creada i en funcionament la comercialitzadora l’any 2018.

Planteados así el objetivo y el instrumento, se entiende que lluevan las críticas, pues es muy fácil pensar que lo que propone el Ayuntamiento de Barcelona, con la legislación vigente, es ilegal, ya que no hay manera de que la misma empresa comercialice aquello que ella misma genera. Aunque realmente no sea esto lo que dice el texto, pero su redacción excesivamente ambigua enmascara el contenido real. Por ejemplo, intuyo que para captar su significado sería apropiado reescribir  la frase  «una ciutat que produeixi energia a prop i de manera neta fins abastir el 100% dels consums municipals i residencials«, dejando muy claro que de lo que habla es de una ciudad en la que el uso final de energía de los edificios e instalaciones muncipales y residencial podría abastecerse con lo energía autogenerada en sus terrazas, tejados, cubiertas, jardines o patios.

Es más, también se entiende que lluevan las críticas de quienes se preguntan sobre la oportunidad de crear una comercializadora, puesto que: a) ya existen otras comercializadoras muy «políticamente correctas», como Som Energia, con las que el ayuntamiento podría firmar un contrato de suministro, sin necesidad de destinar nuevos recursos a la creación de un nuevo ente comercializador; sólo distinto por ser de propiedad municipal; e, b) intrínsecamente crear una comercializadora sólo es útil como forma de debilitar el poder del oligopolio eléctrico en el tramo de venta final al público, pero no realmente para transformar de raíz el modelo energético imperante.

Ante ello, yo también dudo de un proyecto que pone el foco en la creación de una comercializadora, como forma de avanzar hacia la transición energética. De hecho, al leerlo tiendo a pensar que se trata más de una medida destinada a paliar la pobreza energética que a cambiar de raíz el modelo energético .

¿Por qué apunto hacia esta hipótesis? Apunto hacia ella porque, leyendo entre líneas el borrador citado, tengo la sensación que se cree más en la comercializadora como una herramienta de política asistencial -o en el mejor de los casos redistributiva- que como la punta de lanza hacia la transición. De hecho, creo que es para este objetivo, el de poder suministrar electricidad a precio subvencionado o de forma gratuita, para lo que la creación de  comercializadora pública pudiera servir.

A día de hoy, en el conjunto de Estado español, con la ley actual, una comercializadora eléctrica sólo puede hacer de intermediario entre las empresas generadoras y los usuarios finales, pues  su función es comprar la electricidad que las empresas generadoras venden cada día en el mercado mayorista y venderla en el minorista. Por ello, por mucho que la ciudad generara energía propia, la nueva compañía municipal no la podría vender. Ante ello, coincido con aquellos y aquellas que han criticado esta mediada diciendo que ¿qué sentido podía tener una comercializadora, nueva, más? Pero si lo miro desde el punto de vista de combatir la pobreza energética, la medida podría tener un sentido, que intuyo alguno o alguna de las redactoras de la propuesta también le han visto.

Si la ciudad de Barcelona tuviera una comercializadora municipal, y por ello entiendo que pública, podría hacer algo que ninguna forma de empresa privada -sería discutible el cómo ya hasta qué punto de algunas cooperativas- puede hacer: limitarse a cubrir los costes, sin obtener beneficios, o incluso, operar con un déficit, que otras actividades o impuestos municipales cubrirían. Si así se entiende la función de la nueva comercializadora, podría tener sentido, pero insisto, un sentido de política asistencial o distributiva, pues la nueva compañía vendería electricidad a precio mayorista a los usuarios finales (incluido el municipio) o decidiría cobrar menos o no cobrar a determinados/as ciudadanos/as.

Desde este punto de vista la comercializadora no haría la competencia a otras que ya existen, que también están fuera del oligopolio y venden energía «verde», pues su objetivo y función serían completamente distintos.

Por mi parte, alabo este objetivo, pero considero que si éste es el que se pretendía lograr con la creación de la compañía comercializadora, así se debería de haber especificado. En este caso, el debate se alejaría de las cuestiones colaterales relativas a la transición para centrarse en los aspectos centrales relativos a la redistribución. Para mi, esta sería la principal virtud de la propuesta que hoy tenemos sobre la mesa: ser una novedosa vía para paliar -que no acabar con el origen- la pobreza energética.

Por el contrario, si realmente el objetivo es el de la transición energética, considero que, al menos en su forma actual, proponer la creación de una comercializadora como herramienta para la gestión integrada de la transición es, efectivamente, un error.

En primer lugar, porque al introducir la propuesta de la comercializadora desvirtúa lo que hay de bueno en la propuesta, que básicamente es asumir que la legislación municipal, incluso con la legislación nacional vigente, tiene margen para introducir medidas que ayuden a avanzar en la buena dirección y que asumiendo como autoconsumo buena parte de la electricidad empleada en los equipamientos municipales, o incluso la iluminación pública, se podría adelantar mucho en el objetivo de generar energía local, quitando negocio al oligopolio eléctrico.

En segundo lugar, porque oculta otra cuestión, que sí que aparece en la propuesta, que es que el consumo energético de una ciudad también consiste en agua caliente o calefacción que en muchos casos sólo requieren de determinadas instalaciones o infraestructuras, que sin quebrantar ninguna ley podrían instalarse o implantarse desde ya.

En tercer lugar, porque existe una confusión entre fuentes y tecnología que lleva a pensar que detrás de esta propuesta no hay un diseño a largo plazo de los pasos necesarios para llevar a cabo la transición, más allá de la inmediatez o efectividad a corto plazo de algunas propuestas. En este sentido, en el borrador hay alguna frase alarmante, como la de que es prioritario crear un marco legal para  reduir el consum energètic global que es produeix a la ciutat, basat en resultats i no en solucions tecnològiques. En este caso, considero que el éxito a largo plazo de la transición dependerá de las soluciones tecnológicas que adoptemos hoy y de su adaptabilidad –resilencia, ya que el término gusta tanto- a las situaciones energéticas futuras.

Y, por último, en tercer lugar, porque desde el mismo momento en que, en el mundo de hoy, se propone algo tan «radical» como crear una empresa pública de suministro, es inevitable preguntarse ¿por qué no seremos radicales del todo y también nos ocuparemos de la gestión municipal de la red?

Más allá de estas cuestiones, personalmente, lo que más me ha decepcionado de esta propuesta es que no incluya realmente ningún aspecto político de verdad, pues como dije en la serie -incompleta, por ahora- de entradas sobre la cuestión de la financiación de la transición, que inicié el verano pasado, esta transición es la gran oportunidad, puesto que tendremos que ponernos de acuerdo sobre cómo financiarla, para redefinir un nuevo contrato social y para reinventar el espacio público.

Este es el debate que, como ciudadana de Barcelona, yo desearía que impulsara el equipo de gobierno municipal. Ahora, estoy muy disgustada, pues debido a lo poco elaborado de la propuesta actual y a sus ambigüedades e imprecisiones -que pueden ser necesarias para contentar a quién fuere nuestro o nuestra futura ministra de energía y al oligopolio de UNESA, pero son inapropiadas para entablar un debate- el documento ha desatado las críticas y enfados de quienes podían ayudar a llevar a cabo la transición energética hacia un modelo distribuido, democrático y 100% renovable.

Es cierto que, en el ámbito catalán, habrá quien pueda pensar que se está cometiendo una injusticia, pues mientras el también «etéreo» proyecto de Pacte Nacional de Transició Energética impulsado por la Generalitat de Catalunya recibió aplausos, el de l’Ajuntament de Barcelona, recibe críticas. Yo soy de las que barrunto que si el proyecto hubiera sido propuesto por otro equipo de gobierno, las críticas hubieran sido distintas, pero ello no quita que, a día de hoy, también piense que se ha malgastado una gran oportunidad y que nos han hecho un flaco favor a quienes apostábamos por una transición energética iniciada en el ámbito municipal.

 

La geopolítica de las renovables

El pasado 18 de abril, esglobal, con el apoyo de la Comisión Europea, celebró en la sede de las Instituciones Europeas en Madrid un taller sobre la geopolítica de las renovables. Esta fue una excelente iniciativa de la Directora de esglobal, Cristina Manzano, que consistió en un seminario en el que varios profesionales del medio, periodistas y académicos expresamos nuestra visión sobre cuál podría ser – o si sería- la nueva geopolítica de las renovables, y en un posterior taller de formación para jóvenes estudiantes de periodismo. La experiencia me gustó mucho.

Al cabo de unos días, esglobal nos pidió nuestra contribución por escrito con el fin de elaborar un monográfico online sobre esta cuestión. Hoy, 5 de julio -fecha en la que, aunque nada tenga que ver con lo que aquí escribo, se celebran los 54 años de la independencia de Argelia- se ha publicado, digitalmente, esta monografía. Os la recomiendo toda, pero, aquí, en este blog adjunto el enlace a mi contribución, titulada La jerarquización del poder global por la energía. Veréis que es una aproximación histórica a esta problemática.

Hace mucho que no publicaba nada en Nuevas Cartografías de la Energía. Deseo que esta entrada sea el inicio de su nueva etapa, después del parón de este curso; como deseo, también, que el enlace que aquí os dejo, os guste.

Energía comercial

Es increíble, desde hace meses no dejo de escribir cosas relacionadas con la energía, pero el tiempo no me da para las entradas del blog. En cartera tengo varios fragmentos, pero veremos cuando saldrán a la luz. A ver si 2016 es propicio para ello.

Hoy, mientras leía un capítulo de Paolo Malanima sobre la Historia de la Energía, me he topado con la siguiente frase: con cerca de 4,9 toneladas de petróleo equivalente (TPE) por año, un habitante de las economías más avanzadas consume 9 veces más de energía comercial que los habitantes de los países más pobres. Estas diferencias tan abismales no existían antes de la edad moderna. Sólo las diferencias en el clima y no las de riqueza explicaban entonces las diferencias en el consumo (uso final de energía).

Esta frase va acompañada de una tabla, que nos muestra qué territorios son los productores de energía comercial. Sus datos no llegan hasta el siglo XXI, pero éstos muestran que en el siglo XIX casi el 100% de la energía que se compra y vende se producía en Europa y que en el siglo XX el grueso de ésta tenía un origen occidental (casi 88% en 1950 y casi 69% a mediados de los 1980s).

Creo que es la primera vez que leo un texto en el que no se habla de consumo o producción de energía «a secas», sino de energía comercial. De energía que se genera para ser vendida y comprada o para hacer negocio. Encuentro brillante considerar esta acepción de energía ¿Saben por qué?

En primer lugar, porque sus datos nos enseñan una geografía de la energía del siglo XX , y por lo tanto una geo-energía, totalmente distinta de la que se nos tiene acostumbrados. Aquella en la que el foco se pone en los países de la OPEP -y otros territorios extractores de crudo- y en Oriente Medio.

En segundo lugar, aunque ya esté implícito en lo anterior, porque estos datos apuntan a que el grueso de la industria energética en el mundo, al menos en el siglo pasado, estuvo en manos de -o controlada por- empresas occidentales y sus intercambios se realizaron entre empresas y personas ubicadas en territorio OCDE.

En tercer lugar, porque nos dice que cuando la energía pasó a ser fundamentalmente comercializable -que fue cuando los humanos empezamos a emplear masivamente la energía fósil- aumentó la desigualdad en el mundo

Y, en cuarto lugar, porque el término energía comercial lleva implícito el hecho de que debe existir otra categoría de energía, la no comercial. Recuerdan aquella frase de Jean Baptiste Say que dice  […] heureusement personne n’a pu dire : le vent et le soleil m’appartiennent, et le service qu’ils rendent doit m’être payé. Pues eso…

Financiar la transición energética (III). Reinventar el espacio público energético

En la anterior entrada de esta serie, respondimos a la primera de las preguntas que se habían planteado: ¿cómo podemos hacer para acabar con el poder de los lobbies de la energía fósil?. En esta entrada, corresponde, empezar a responder a las siguientes: ¿Cómo reinventamos el sector y redefinimos el espacio público energético? y ¿Cómo generalizamos las formas de financiación éticas y no cortoplacistas? Ambas están entrelazadas.

En la Encíclica laudato si´, en su punto 178, hablando del drama del inmediatismo político se puede leer una frase que me ha gustado especialmente. Esta dice, se olvida así que el tiempo es superior al espacio, que siempre somos más fecundos cuando nos preocupamos por generar procesos más que por dominar espacios de poder. Diría que esta es la clave de cualquier cambio, pero encuentro esta reflexión especialmente fértil si la aplicamos al caso de la transición energética. Desde el punto de vista del informe sobre Alternativas que elaboró el Seminari Taifa, del que soy miembro, hoy la alternativa es el proceso; un largo y profundo proceso que ha de iniciarse en el interior del capitalismo vigente ahora.

Todo ello nos conduce a tres cuestiones: a) que debemos iniciar la transición energética desde donde estamos ahora mismo; b) que ésta es un proceso y, por tanto, suceptible de tener etapas; y, c) que el espacio energético al que lleguemos vendrá definido por el proceso, y no al revés. Dicho de otro modo, como hay muchas formas posibles de organización políticas y territoriales detrás de la idea de un modelo energético 100% renovable, la que finalmente se acabe imponiendo dependerá del proceso -del camino recorrido- que hayamos realizado. De ahí la importancia de preocuparnos más por los procesos que de ocupar espacios de poder ya creados por procesos anteriores.

El proceso de la transición energética tiene varías etapas, que más que camino son como un juego de matrioskas que va desde la más pequeña, el ámbito doméstico, a la mayor, que en función de las preferencias será el ámbito local, provincial, regional, estatal o supraestatal. Lo que diferencia a la transición del juego de muñecas rusas es que, a medida que van cambiando de tamaño, el diseño de su vestido cambia, al añadir nuevas conexiones, servicios… También se diferencian en que no sólo es más caro financiar el juego entero que las muñecas pequeñas, sino que las formas de financiar a las más pequeñas y al resto son conceptualmente muy distintas.

En la entrada anterior quedó claro que el dinero para financiar la transición existe. En ella también se apuntó que si se lograra deslegitimar quién a día de hoy lo gestiona, el lobby energético internacional, sería posible iniciar la senda de la transición. De hecho, estoy segura de que a medida que la campaña de deslegitimación avance, cada vez será más fácil encontrar pequeños y medianos inversores, no especialmente codiciosos, que quieran que sus ahorros, sus fondos de inversión o de pensiones se inviertan en «energía verde» en vez de en «energía sucia.»  Es más, si a escala global discursos como el de Naomi Klein o del Papa Francisco consiguen calar, o a escala local iniciativas cooperativas se ven como fiables, cada vez más de esta misma gente que quiere invertir en energía verde, estará dispuesta no sólo a invertir en una fuente energética alternativa, sino en formas de gestión y de propiedad empresarial colectivas. A día de hoy, este sería un gran primer paso, que como leemos en Laudato sí´ (179) […] puede hacer una diferencia […] pues allí [donde se implante] puede generar una mayor responsabilida, un fuerte sentido comunitario, una especial capacidad de cuidado y una creatividad más generosa […]. Además, obviamente, la diferencia vendrá por la construcción de una cultura mucho más participativa a medida que los inversores se den cuanta que la rentabilidad y la energía que obtienen está ligada a los recursos locales: al rio que fluye cerca de su casa, al sol que golpea su terraza o al viento que azota su localidad.

Así, desde mi punto de vista, esta primera etapa sería relativamente fácil -recuerdo, si previamente se logra deslegitimar al poder energético existente-, pues en esta fase, aunque lo cuestiona, ni rompe con el sistema ni nos obliga a plantearnos formas de organización político-territoriales alternativas. La muestra de lo que digo, es el éxito actual de la Energiewnede en Alemania; núcleo del capital europeo.

Mi pregunta aquí es si este proceso político – energético ya iniciado, será suficiente para lograr la transición energética global y democrática que yo imagino. El peligro aquí, como también plantea Naomi Klein es de amenaza de aislamiento y por tanto, el reto es hallar el modo de expandir los espacios públicos. Entiendo que esta idea de expansión, no es meramente una expansión cuantitativa de territorio, sino cualitativa de infraestructuras y de servicios (no sé si me acaban de convencer estas expresiones, pero por ahora bastará). Dicho de otro modo, cuando ya tengo asegurada la luz en mi casa, barrio o localidad, ¿cómo aseguraremos la red, su cuidado, el transporte, las comunicaciones…?, ¿qué ámbito cubrirá lo anterior? y ¿cómo lo querríamos financiar?.

En el anterior modelo, al menos en lo que llamamos Occidente, estas opciones se fueron definiendo desde los años de la Primera Guerra Mundial hasta la posguerra de la Segunda. La red eléctrica no se creó espontáneamente, tampoco un sistema integrado de ferrocarril ni de metro, ni la red de carreteras…. son el resultado de un determinado contrato social, basado en la consolidación de los Estados -nación- del bienestar. Por tanto, en algún momento de la historia se optó, por este tipo de espacio energético, que decidimos centralizado, nacional y sufragado públicamente, aunque no en todos los lugares tuviera el mismo alcance.

Como he dicho otras veces, la red eléctrica, por ejemplo, también formaba parte de una política redistributiva en los marcos nacionales, tanto por cómo colectivamente se financió, como por el acuerdo de que pagaba lo mismo el hogar cercano a una central nuclear que a un río. También, de facto, históricamente ha habido otras elecciones, como preferir financiar carreteras para coches cuyo combustible es la gasolina, que una buena red ferroviaria integrada para trenes eléctricos. Todas estas elecciones, en algún momento se han producido. De estas, recuerdo, pocas se han financiado con capital privado, y muchas con capital público.

Es en este contexto, en el que se enmarca la expresión de Naomi Klein de que lo que se tiene que hacer es reconstruir o reinventar al sector público. Expresión que yo he transformado en reinventar el espacio público energético. Para ello, no basta con generar energía a partir de fuentes renovables localmente, como no basta renacionalizar lo que ya se privatizó. Desde mi punto de vista, el reinventar el sector público es crear un nuevo sector público en el proceso de cambio de modelo energético. Para ello, ahora ya, cada día de proceso, para cada nueva cuestión la hemos de pensar desde tres puntos de vista: a) ¿se adaptará a una forma de generación, distribución y uso de energía renovable y distribuida?; b) ¿se corresponde con el modelo de sociedad -de organización política- que a mi me satisface?; y b) ¿qué nuevas formas de financiación podríamos pensar para sufragarlos?

Pongo un ejemplo, muy de actualidad, que aquellos que me conocen saben que me lleva de cabeza: lo que llamamos la nueva economía colaborativa, que se traduce en iniciativas como BlaBlacar, uber, airbnb….

Por ejemplo, las dos primeras, inciden directísimamente en el proceso de la transición energética. Mucha gente bienintencionada, progresista y de izquierdas ve estas iniciativas como el inicio de una nueva forma de economía. El pasado domingo en un artículo de opinión de El País -lamento no acordarme del nombre del autor- se decía que la mayoría de estas iniciativas no aportaban nada nuevo, ya que sólo conectaban lo que ya existía. Coinicido plenamente con esta opinión y, en términos del contenido de esta entrada, considero que destruyen el sector público, en vez de expandirlo y reinvertarlo.

Pensemos, por ejemplo en BlaBlaCar. Se trata de que yo tengo un coche, en el mejor de los casos híbrido, que a cambio de un módico precio, que teóricamente sirve para cubrir costes, pongo a disposición de otras personas para compartir el trayecto que yo hago. La gente está contenta, pues por un «módico» precio, viajo comodamente -como si yo tuviera coche- de un lugar a otro. Es evidente que es mejor, que cuatro vayan en un coche que que lo haga una sola, pero dicho esto, para mi, aquí se acaban las ventajas del BlaBlaCar. Primero, porque de partida es desigual, entre los que tienen coche y los que no; segundo, porque de hecho, hay un pago en especies a quién tiene el coche y, por tanto, contribuyo a un negocio individual; tercero, porque refuerza el modelo de transporte del coche; cuarto, porque si se extiende se considerará que se puede suprimir un tramo más de tren, un línea de autobús o el equivalente y quinto, aunque se deduce de todo lo anterior, porque es una «nueva» actividad que se escapa totalmente del ámbito de la financiación pública (no se declara, no se pagan impuestos, dejamos de pagar billetes de tren…) y por ello, revierte en la destrucción del mismo.

Para mi, BlaBlacar va en contra de la transición energética que yo imagino. Para algunos, con actuaciones de este tipo, para hacer la transición bastaría que pasáramos del coche de gasolina al eléctrico. Para otros, sin embargo, entre los que me cuento, lo que deberíamos hacer es imaginar otra forma de transporte pública y universal, que además estuviera basada en fuentes cercanas y renovables.

En los términos con los que empezábamos esta entrada, sólo cambiar de coche de gasolina a coche eléctrico es ocupar un espacio de poder (el de las petroleras por el de las eléctricas), para que todo siga igual, o peor; en cambio reivindicar una nueva organización del transporte renovable colectivo y público es el proceso. Proceso de transición y de expansión del sector público.

Si tenemos lo anterior claro, sólo nos faltará decididir cuán amplia ha de ser la red de transporte y qué infraestructuras necesitamos para su eficaz funcionamiento, lo que nos dará el nuevo espacio público energético, y cómo la financiamos colectivamente, lo que nos dará la nueva forma de contrato social.  Esto último, lo dejaré para la siguiente entrada, aunque avanzo, ya, que es a esta construcción a lo que deberíamos destinar el «ahorro» de no pagar la factura energética ciudadana de lo hablábamos en la entrada anterior.