En Malpartida de Cáceres hay un extraordinario museo en el que se hace difícil distinguir qué es lo que más te sobrecoge: ¿el entorno -un lunar bosque de piedras- o la obra de Wolf Vostell? Cuando lo visité por primera vez, aunque pueda parecer extraño, mi primer pensamiento fueron los Prerrafaelitas. En sí misma la obra de Vostel es de lo más alejado a ellos, pero en la actitud y en el mensaje no lo tengo tan claro. De hecho, su búsqueda de lo «auténtico» frente a una sociedad -la capitalista-, que con su tecnicismo y supuesto progreso material, lleva a la degradación del ser humano, es una búsqueda muy similar a la del mundo de la cultura de la segunda mitad del Siglo XIX, que ya aventura el final del mundo de ayer europeo.
Siempre me he sentido atraída por la pintura, la escultura y la literatura que siente una nostalgia por un pasado bucólico o cultural y que, por lo mismo, critica la capacidad creadora de sus congéneres como fuente de la destrucción de «su mundo»: son las grandes infraestructuras ferroviarias y los canales de la segunda mitad del Siglo XIX los que en la literatura rusa de la época acaban con la auténtica vida rural o las que, según Pierre Loti, harán que la «morralla» -que llega con el Orient Express- destruya la esencia de Estambul. Con la marcha del capitalismo, en muchos, la nostalgia por el mundo de ayer se ha convertido en una feroz crítica a la capacidad -y a la necesidad- de destrucción del capitalismo, como mecanismo para sobrevivir. Esa es la gran contradicción de este sistema, el nuestro, que -como lo estamos padeciendo ahora mismo- para seguir acumulando beneficios, necesita destruir buena parte de lo que ha creado. Probablemente, siguiendo la marcha del capitalismo, Vostel esté más cerca del enfado y los Prerrafaelitas de la nostalgia.
En esta entrada, esta introducción viene a cuento, porque esa reminiscencia Prerrafaelita es la misma que siento cuando leo algunos de los escritos de ciertos ecosocialistas. Recientemente he escuchado y leído fuertes críticas a lo que llaman la potente dinámica de la tecnociencia. Curiosamente, cuando leo algunos escritos de este movimiento, como los de Jorge Riechmann, a pesar de que la música suene a Prerrefaelismo contemporáneo, entiendo la letra como algo distinto.
Detrás de la crítica a la tecnociencia, reside la idea de que la destrucción a la que sometemos al Planeta es el fruto directo del progreso eurocéntrico (véase occidental). Pues, de alguna manera, éste se ha convertido en un dogma -laico- derivado de la fe de la Ilustración -y de los ilustrados- en el poder ilimitado de la ciencia y la técnica. Entiendo perfectamente lo que quieren decir con ello, pero aunque yo no tenga una formación filosófica como la suya, creo que para explicárnoslo a «los otros», en los tiempos que corren, deberían intentar matizar este discurso.
Es cierto que, en el tiempo, el ascenso de la Ilustración en el Siglo XVIII, va parejo al de la burguesía y a su producto, que es el capitalismo. Como es cierto que el desarrollo técnico y científico que se ha producido desde entonces, en casi todos los casos, ha estado al servicio del capitalismo y de su otra cara -el socialismo real-, cuyo resultado ha sido producir, producir y producir, y destruir para poder seguir produciendo, aunque fuera a costa del bienestar de los seres humanos y del planeta. Pero, cuando se dicen estas cosas, debería añadirse también que la Ilustración puso en valor lo mejor del ser humano: su capacidad de pensar, razonar y de crear. Como zanjó -pensaba yo que para siempre- la máxima de que a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César.
Últimamente, como ya expresé en la entrada Propiedad privada, Mercado y Dogma, temo por la laicidad de las instituciones públicas, como temo que el discurso de los negacionistas del cambio climático se funda con el dogma de los negacionistas de la evolución. Ahora, después de asistir a un panel sobre religión y política en el último encuentro de la Asociación Internacional de Ciencia Política, celebrado en Madrid el pasado julio, y de leer algunas de las reflexiones de Toni Judt en su libro Postguerra, ya no tengo ninguna duda: desde hace 2.000 años la Iglesia Católica es la que da a sense of continuity, of security and reassurance en los momentos de convulsión y la que como competitor to the state, lo «sustituye» cuando éste se desintegra. Curiosamente, o no tanto, en el citado panel, un ponente llegaba a la conclusión de que, en Europa, así como la Iglesia Católica, desde el Siglo XIX ha sido contraria a la idea misma de Estado-nación, ahora no se muestra contraria a la de la Unión Europea. Permítanme el comentario fácil, Sic transit gloria mundi… Más allá de él, y volviendo a mi crítica al discurso ecosocialista actual, pienso que en un momento como el presente, cargar contra el progreso Ilustrado sin matices es peligroso, pues podemos caer en el «pecado» Prerrafaelita de creer que el progreso técnico «pervierte» a los humanos y destruye a la naturaleza. Puede ser verdad, pero lo que realmente nos destruye no es el ni progreso técnico ni el científico; mucho menos la razón; lo que nos destruye es la presunción de infalibilidad de los poderosos. Infalibilidad que nos hace creer que podremos controlar -para la eternidad- los desechos nucleares; que nos hace creer que existirá algo como el carbón limpio o que la finitud del petróleo es un invento de los científicos…
La diferencia entre los Prerrafaelitas y los ecosocialistas actuales es que los segundos se pretenden activistas. Por ello, tienen una responsabilidad mayor, pues con su discurso pretenden movilizar a la gente. Es por ello, aun a riesgo de parecer pedante, que me atrevo a hacer esta reflexión: el problema no está en los «artilugios» que la mente humana ha creado, está en el Poder. Si se mira la historia, se verá que siempre los que se han creído infalibles son los poderosos -empezando por el Papa y acabando por el Lobby nuclear-, ellos son los que nos convencen que los «artilugios», también lo son -si los objetos pudieran. Por ello, «la lucha» ecologista ha de ser contra los poderosos, no contra nuestros inventos y nuestro saber. Si no lo hacemos así, aun teniendo la razón, por no razonar, volveremos a los tiempos en los que al César se le consideraba divino.
AAAAl Cesar se le consideraba divino y a tú casi también Aurelita Está muy bien que no disperses tu energía con unos pocos y que nos hagas a todos merecedores de tu saber. (Espero que lo lea alguien antes de que lo borres como haces con los comentarios que no apruebas)