La palabra y el término como legitimación de la explotación minera

El pasado 30 julio, The Guardian publicó un artículo titulado The tycoon, the dictator’s wife and the 2,5bn Guinea mining deal. En éste, se explica uno de los tantos expolios, con pelotazo incluido, que ha padecido África. En concreto, esta vez, en Guinea -Conackry. Sobre ello, más allá, en este caso, de la cuantía de la estafa -diría, yo, paralegal-, que desgraciadamente ya, casi, no nos llama la atención, lo más alarmante es el uso de algunos términos que los economistas hemos inventado para describir determinados fenómenos, cuando hablamos de explotación. En el citado artículo se puede leer The country is an almost textbook example of what some refer to as the «paradox of plenty».
Para las que como yo, llevamos unos lustros dedicándonos a las cuestiones relativas a las economías petroleras y/o ricas en recursos naturales, hemos pasado por toda una serie de términos que van desde el síndrome holandés hasta la maldición de los recursos, pasando por la ya mencionada paradoja. Yo he usado reiteradamente estas expresiones. Incluso, en clase diciéndolas, me he reído con mis alumnos, mofándonos de la creatividad de los economistas, para inventar nombres. Lo cierto, sin embargo, es que nada de todo esto da ninguna risa. Si se piensa, es muy, pero que muy perverso.
Todos estos términos, describen de forma más o menos sofisticada el hecho de que economías de países, cuyos indicadores macroeconómicos presentan buenos resultados (elevados niveles de crecimiento del PIB, equilibrio en la balanza comercial, equilibrio en las cuentas públicas….), se mantienen, a pesar de su riqueza, en la senda del subdesarrollo. Es triste ser rico y «desgraciado», pero es abyecto, definir este hecho, como si las personas fuéramos ajenas a él. Si se hiciera un recorrido semántico por todos estos términos veríamos que todos hacen referencia al «más allá», no controlable ni solucionable: síndrome, maldición, paradoja…. Es decir fuera de la acción de los humanos.
Lo cierto es que lo que estos términos esconden, especialmente cuando se refieren a países del Tercer Mundo, es una relación de explotación en la que unas compañías, personas o gobiernos poderosos extraen y/o compran recursos naturales y mineros a otras compañías, personas o gobiernos en condiciones más ventajosas, para los primeros. Una relación, por otra parte, que los compradores o propietarios no quieren modificar, pues lo único que les interesa son los beneficios que ellos pueden lograr, revendiendo o transformando el recurso natural o energético. Para que me entiendan, por ejemplo, la economía de Arabia Saudí es un caso claro de la maldición de los recursos, pero esta «maldición» no era -aunque habrá quién me argumente que en el capitalismo sí que lo es- un destino trágico inevitable. Es una realidad que se forja cuando los intereses que agrupamos bajo el término países consumidores, deciden que sólo quieren el petróleo saudí, y que si los saudíes produjeran tecnología puntera, ésta no les interesaría (piensen, sino en los problemas que tienen Brasil y la India con sus patentes) y no la comprarían. Es cierto que a la familia al-Saud esta situación les conviene, pero ello no es óbice para que todos estos intereses y relaciones de poder, de los unos y de los otros, se camuflen bajo denominaciones etéreas y aparentemente neutras. No son síndromes, plagas o maldiciones que vienen de lo desconocido. Son el resultado de un determinado tipo de relaciones de poder, que en el capitalismo llevan, por la acción humana, a una determinada división internacional del trabajo -aunque este término esté en desuso.
Que quién lo escribiera, me perdone, pero decir que Guinea es un caso de manual, que ilustra la paradoja de la abundancia es de un cinismo sin límites. Lo que ilustra este caso es que los economistas hemos decidido llamar paradoja a la explotación y la codicia. No hay ninguna paradoja en decir que si uno explota a las personas y los territorios allende, él se va a enriquecer y los otros a empobrecer. Es la consecuencia lógica de la explotación. Lo que tal vez sea una paradoja es pensar que los «buenos» calvinistas, liberales, somos capaces de cometer tamañas atrocidades. Pero, esto no es una paradoja es una maldad o, si se prefiere, una inmoralidad.
Llamemos las cosas por su nombre. Ya que los economistas no sabemos solucionar nada, creo que haríamos un favor a la humanidad otorgándole mayor precisión a nuestro lenguaje. Es fácil y no cuesta dinero…¿o, sí?

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